La homilía que Jesús
pronunció en Nazaret desvelando el sentido de las palabras de Isaías,
provocó una airada reacción entre los oyentes. Y, sin embargo, esto no
era sino un modesto adelanto de ulteriores declaraciones sobre su
divinidad: pensemos, por ejemplo, en los llamados pasajes del yo. Nunca
un hombre llegó a hablar así de sí mismo.
Una de nuestras más
graves tareas, como discípulos de Jesús, estriba en presentar su
doctrina sin temor a la impopularidad o a que no sea aceptada. Si
debemos recordar a un mundo que se nutre de la ilusión de que la
felicidad está en el confort de la vivienda, en la calidad de los coches
y en tener cubiertas todas sus necesidades materiales, que la vida no
está en la hacienda; si hemos de proponer a una sociedad opulenta y
codiciosa un vivir más sobrio porque es más fácil que un camello pase
por el ojo de una aguja que un rico se salve; si a quienes se sienten
seguros en sus convicciones recelando de las que Jesucristo propone, se
parece a un hombre necio que edificó su casa sobre arena; si, en fin,
hemos de alertar sobre mentiras, injusticias, convencionalismos…, y esto
siempre es no sólo molesto sino impertinente, ¿resultará extraño que
algunos se incomoden y nos acusen de ser gente que se atreve a levantar
su voz contra los intereses mundanos más cotizados?
¡Valentía! ¡Exponer
la verdad, como Jesús entre sus parientes, sin temor a que el éxito no
nos sonría siempre! ¡Amar la verdad y amar de verdad, para no quedarnos
con verdades a medias y no servir, tampoco a medias, a las grandes
verdades! “Los mayores errores humanos, dice Bruckberger, los que tienen
más poder de seducción y producen las grandes catástrofes, son los que
parten de un buen paso, pero se detienen a medio camino de la verdad”.
Jesús y sus paisanos partían juntos de la Ley de Moisés y de su origen
divino, pero mientras Jesús hablaba de un Reino que atraviesa el tiempo y
la eternidad, su pueblo se quedó a mitad de camino con un reino
político-religioso. ¡Qué expuesta está la verdad a quedarse en
demagogia, la pobreza en descuido, el amor en sentimentalismo…, por
quedarse a mitad de trayecto!
Pero no dramaticemos.
“Jamás hombre alguno habló como este hombre” (Jn 7, 46), decían de
Jesús muchos de sus contemporáneos y afirman también hoy millones de
criaturas. Nadie como Él ha sabido recoger el profundo latido del
corazón humano y darle una respuesta cumplida: “Tú tienes palabras de
vida eterna” (Jn 6, 8), le dijo Pedro. Quien oyó una vez sus palabras ya
no las olvidará nunca. Hacía falta un poder de seducción nada común
para que un judío siguiera a quien le anticipara que iba a morir en una
cruz. Jesucristo tiene a su favor el testimonio de una historia
bimilenaria. El cristianismo ha cambiado el mundo y ha penetrado en el
interior de muchos corazones a pesar de tantas oposiciones y
resistencias como ha encontrado en su camino, convirtiéndose en el
defensor de los valores más nobles y sagrados.
¡Avivemos la fe y
expongámosla sin mutilaciones ni temores! “El labriego al sembrar,
recuerda S. Agustín, no ve las mieses pero confía en la tierra. ¿Porqué
no confías tú en Dios?
Justo Luis R. Sánchez de Alva
Almudí
Almudí
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