Cristo es el «Buen Pastor que da la vida por sus ovejas». ¿Qué significa que Jesús es el Buen Pastor? Pienso –y quizá puede servirnos para iniciar hoy nuestra oración– que ese pastoreo que representa Cristo está marcado al menos por tres características: Cristo es el Buen Pastor que protege a su rebaño, que está siempre pronto a las peticiones de sus hermanos los hombres y que, al mismo tiempo, obedece a la voz del Señor de las ovejas, su Padre Dios.
En primer lugar, Cristo conoce y protege a cada una de sus ovejas. Nos conoce por nuestro nombre. Como dice Benedicto XVI, el Buen Pastor cuida a las ovejas, «las custodia como bienes preciosos, dispuesto a defenderlas, a garantizarles bienestar, a permitirles vivir en la tranquilidad.
Nada puede faltar si el pastor está con ellas»[26]. No somos extraños para Él: sabe lo que nos duele o nos alegra, lo que nos entristece o nos apura, lo que nos agobia o nos libera. Nos conoce personalísimamente, como un amigo íntimo, como una madre, como un padre. Nos conoce y nos ama; nos protege y nos conserva. El Buen Pastor será capaz de dar la vida por sus ovejas.
Por eso –y ahí va la segunda característica–, es capaz de escucharte. Pide; pide a Cristo. Son muy ingratos los hijos que dejan de pedir cosas a Dios con cualquier excusa, porque, en el fondo, han perdido o bien la confianza en Él o bien el amor y la humildad suficientes para suplicarle. Jesús responde prontamente a las peticiones que le hacemos: a veces concediéndolas sin más, a veces de otro modo que quizá no vemos. Pero siempre nos escucha, y nos responde, y nos ayuda a crecer.
En tercer lugar, vemos cómo Jesús es el Buen Pastor siempre obediente, que quiere llevar todas las ovejas a su Padre, al cielo, y está dispuesto a hacer cada una de las cosas que su Padre le pida. Por eso, el Buen Pastor dio su vida por nosotros, porque quiso, porque nos quiso: «nadie me quita la vida, soy yo quien la da libremente» (Jn 10, 18). ¿Nos damos también nosotros –libremente– a Dios y a los demás?
2. Jesús sigue actuando como Buen Pastor en medio de nosotros a través de sus sacerdotes. El sacerdocio es –en expresión del Cura de Ars– el amor del corazón de Jesús.
El corazón es la sede de los más íntimos sentimientos y amores del ser humano. En el corazón de Cristo hay un amor grande por los hombres, pues Él quiere que «todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4).
El objeto principal del amor de Cristo es la salvación de los hombres, que pasa necesariamente por su paz y felicidad ya en esta tierra. Convéncete, Cristo desea con toda su alma que tú y yo podamos estar en gracia de Dios y comulgar con Él, llegando a ser portadores de paz y de alegría.
Por eso, el amor del corazón de Jesús es el sacerdocio. A través del ministerio de los sacerdotes, los hombres comienzan su relación de amistad con Dios por el bautismo; a través de ellos, se hace presente el cuerpo y la sangre de Cristo en los altares; a la voz de los pastores se siguen perdonando los pecados en cada confesión bien hecha... y es también el sacerdote el que acompaña a las almas que salen de este mundo, encomendándolas a la misericordia de Dios con su oración: Sal, alma cristiana, de este mundo en el nombre de Dios Padre omnipotente, que te creó; en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por ti padeció; en el nombre del Espíritu Santo, que te fue dado...
«¡Oh, qué grande es el sacerdote!» –dice san Juan María Vianney–. «Si se diese cuenta moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en su pequeña hostia... Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el Sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y, si esa alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡después de Dios, el sacerdote lo es todo! Él mismo solo lo entenderá en el cielo...».
Agradece al Señor que nos haya dado a los sacerdotes y pide para que cada uno de ellos se dé más cuenta cada día —¡un poquito más cada día!— de la llamada que ha recibido de Dios y de lo mucho que cuenta para los demás.
3. «Rogad al dueño de la mies que mande trabajadores a su mies». El Señor nos pide en el evangelio que recemos por las vocaciones, y en concreto por las vocaciones sacerdotales. Si queremos agradecer a Jesús sus cuidados, no basta darle las gracias: ¿pides a Dios que haya muchos y más santos sacerdotes?
Los buenos pastores nos enseñan a orar, cuando los encontramos de rodillas en la Iglesia, dirigiendo la mirada a Dios, y poniendo delante de Él tantas peticiones que reciben cada día. Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo; el que entregó su vida por los hermanos[27]. ¡Esos son los sacerdotes!: aquellos que sepultaron su propia vida por interceder a favor de sus hermanos.
Los buenos pastores nos enseñan a participar de la Misa; cuando los vemos celebrar con devoción, mirar con amor la sagrada Hostia, ser reverentes, elegantes, íntimos en cada uno de los gestos de la liturgia. Un sacerdote –como cualquier cristiano, pero ellos especialmente– vale lo que vale su Misa. Del mismo modo que celebra, así vive... tal como participamos de la Misa, así somos...
Los buenos pastores ilustran con su vida y su palabra la misma misericordia del Altísimo. ¡Cuántas veces hemos escuchado: yo te absuelvo de tus pecados! ¡Cuántas cadenas rotas por la misericordiosa palabra de Dios, que se hace presente a través de sus pastores! En la confesión, en la predicación, en la dirección espiritual... «El sacerdote –quien sea– es siempre otro Cristo»[28].
«Os daré pastores según mi corazón, para que os apacienten con ciencia y experiencia» (Jr 3, 15). Pídeselo hoy muy intensamente a Dios en tu oración, y dale gracias por los buenos sacerdotes que ha puesto en tu camino a lo largo de tu vida.
EVANGELIO
San Juan 10, 27-30
En aquel tiempo, dijo Jesús: —«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno».
Fulgencio Espá
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