En el almuerzo que siguió a esta segunda
pesca milagrosa, Jesús sostuvo un diálogo con Pedro que comenzó con
esta pregunta que también nos hace a cada uno en esta Eucaristía:
"Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?". Esto es, ¿más que nadie y
que a nadie?
Pedro no era alguien dotado de una gran
cabeza, pero poseía algo infinitamente más valioso y envidiable: tenía
un corazón enorme, era profundamente humano. Por eso, su respuesta,
atemperada ahora por el dolor -las lágrimas enseñan muchas cosas- es
realmente hermosa: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". No dice cuánto
sea su afecto ni si es de mayor calidad que el de otros, porque el Señor
conoce sobradamente lo que hay en el corazón de toda criatura.
Tras una breve indicación, Jesús insiste
por tres veces en la misma pregunta. Esta insistencia de Cristo, que no
ha apartado su penetrante mirada del discípulo escuece a Pedro que se
entristeció "de que le preguntara por tercera vez si lo quería". En esos
ojos que están clavados en él, que le quieren, le exigen, le acosan,
porque el amor es pasión, locura, Pedro está viendo el agua que apaga la
sed del corazón humano, el pan que alimenta y da la vida, un corazón
que ama con una pasión infinita, un amigo verdadero, y, comprendiendo
que una ofensa cometida en un momento de debilidad no es razón para
dejar de querer a quien tanto se ha amado, contestó: "Señor, tú conoces
todo, tú sabes que te quiero".
Es un diálogo extraordinario, del que
debemos hacernos protagonistas, no dilatando la confesión de nuestras
faltas o abandonando el trato y el compromiso con el Señor cuando no nos
hemos portado bien, porque Jesús añadió: "Apacienta mis ovejas". ¿Me
amas? ¡Bien! ¡Cuida de los míos! ¡Preocúpate de los demás! ¡Siente como
tuyos los problemas de mi Iglesia!
Nada de lo que concierne a los demás nos
debe resultar indiferente, porque los demás son hijos de Dios. Son mi
mujer, mi marido, mis hijos, mis familiares, mis buenos amigos..., por
cada uno de ellos Jesucristo derramó su sangre. Cada uno de nosotros ha
de sentir la responsabilidad de sostenerse y sostener a los que tiene a
su alrededor. Tenemos obligación grave de no privar a quienes están
cerca de la ayuda de nuestra oración, del buen ejemplo, del servicio
desinteresado. Todos deberíamos hacer nuestro aquel grito del Apóstol.
"¿Quién enferma, que yo no enferme con él?" (2 Co 11,29).
Justo Luis R. Sánchez de Alva
Almudí
Almudí
No hay comentarios:
Publicar un comentario