Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente.
Pero yo os digo... al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la
túnica, déjale también la capa; a quien te fuerce a andar una milla, ve con él
dos... Son palabras de Jesús en el Evangelio de la Misa [1], que nos invitan a
vivir la caridad más allá de los criterios de los hombres.
Ciertamente, en el
trato con los demás no podemos ser ingenuos y hemos de vivir la justicia
-también para exigir los propios derechos- y la prudencia, pero no debe
parecernos excesiva cualquier renuncia o sacrificio en bien de otros. Así nos
asemejamos a Cristo que, con su muerte en la Cruz, nos dio un ejemplo de amor
por encima de toda medida humana.
La "ley del talión", a la que tan proclive es el
amor propio cuando es herido, es condenada aquí por Jesús. El perdón en vez de
la venganza; el amor incluso al enemigo en vez del odio es, tal vez, una de las
enseñanzas de Cristo que nos resultan más difíciles de cumplir, pero que si,
con su ayuda, nos empeñamos nos situaremos cerca de la Bondad de Dios que "hace salir su sol sobre malos y
buenos".
¡Vivimos en una atmósfera tan distinta a esta cálida
benevolencia divina, que esta propuesta nos parece una bella pero imposible
utopía! ¡Es realmente sublime, pensamos, pero "poco práctico" porque
la vida significa luchar, competir, devolver golpe por golpe! ¡En cuántas
ocasiones nuestros gestos de comprensión y de condescendencia con las afrentas
ajenas han sido interpretados como síntoma de debilidad y son ocasión de
ulteriores abusos! ¡Así no se consigue nada!, decimos. Como no se logra nada es
devolviendo mal por mal, embistiendo como un toro furioso, ya que esto crea una
espiral de posturas enconadas cada vez más grande e infrenable.
El odio es nefasto, incluso para quien lo practica porque,
como un cáncer oculto, destruye su personalidad nublándole la inteligencia, lo
que le incapacita para distinguir lo bueno de lo malo, la verdad de la mentira.
Y al incidir sobre los demás se hace contagioso, lo cual aboca a desanudar los
esfuerzos de años o siglos de trabajo armónico, destruyendo en muchos corazones
la esperanza en un mundo mejor.
Toda apelación al amor puede parecer lírica frente a la
sólida realidad de los conflictos familiares, académicos, laborales...Pero esa
impresión está lastrada por una situación personal en la que la esperanza
cristiana está dormida. Jesús no propone un apocamiento cobarde ante la
violencia, la sinrazón, la injusticia. Éso nos convertiría en cómplices.
Resistir a la injusticia no significa aprobarla. Significa combatirla con la
justicia aliñada con la caridad, que odia al pecado pero no al pecador. Ese
amor al enemigo no le quita la "lluvia y el sol".
No adoremos el altar de la venganza y el desquite, el
resentimiento y mal pensar. En ese altar no está Dios. Él está en la Cruz con
los brazos abiertos para acoger a todos y desea que nosotros nos apropiemos
esta lógica. Este amor que pasa por encima de actitudes inciviles, inhumanas,
es el que al verlo y sentirlo quienes nos tratan crean en Jesucristo.
Las múltiples llamadas del Señor -y especialmente su mandamiento nuevo [2]-
para vivir en todo momento la caridad han de estimularnos a seguirle de cerca
con hechos concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de proporcionar
alegrías a quienes están a nuestro lado, sabiendo que nunca adelantaremos lo
suficiente en esta virtud. En la mayoría de los casos se concretará sólo en
pequeños detalles, en algo tan simple como una sonrisa, una palabra de aliento,
un gesto amable... Todo esto es grande a los ojos de Dios, y nos acerca mucho a
Él. Al mismo tiempo, consideramos hoy todos esos aspectos en
los que, si no estamos vigilantes, sería fácil faltar a la caridad: juicios
precipitados, crítica negativa, falta de consideración con las personas por ir
demasiado ocupados en algún asunto propio, olvidos...
No es norma del cristiano
el ojo por ojo y diente por diente, sino la de hacer continuamente el bien,
aunque, en ocasiones, no obtengamos aquí en la tierra ningún provecho humano.
Siempre se habrá enriquecido nuestro corazón.
La caridad nos lleva a comprender, a disculpar, a convivir
con todos, de modo que "quienes sienten u obran de modo distinto al
nuestro en materia social, política e incluso religiosa deben ser también
objeto de nuestro respeto y de nuestro aprecio (...).
"Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben
convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia
caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad que salva. Pero es
necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el
hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando
está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa" [3].
"Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le
llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto; si no, no
le podrá ayudar, no le podrá santificar" [6], y ésa es la mayor muestra de
amor y de caridad.
En una ocasión, un periodista preguntó, con mala intención a
la Madre Teresa: "Ha gastado tantos años para cambiar el mundo y todo
sigue igual, para que ha servido su vida. La religiosa sonriendo le respondió:
"Yo no he intentado cambiar el mundo. He procurado ser una gota de agua
pura que refleje el amor de Dios. ¿Por qué no intenta hacer lo mismo?"
Aquél periodista reflexionó y aprendió la lección. Amar solo
por filantropía cansa. Amor por amor de Dios llena la vida. Aprendamos del
ejemplo constante que nos da el Papa Francisco. Jamás pasa junto a nadie con
indiferencia.
Juan Ramón Domínguez
(1) En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: –«Habéis oído que se dijo: "Ojo por ojo, diente por diente." Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehuyas. Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo" y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.» (Mt 5, 38-48)
(2) Cfr. Jn 13, 34 - 35; Jn 15, 12.
(3) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 28.
(4) San Josemaría, Amigos de Dios, 9.
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