Los discípulos de Emaús –nos dice el evangelio de hoy–, después de encontrarse con Cristo, vuelven entusiasmados a Jerusalén, donde están los apóstoles, para contarles lo que les había acontecido en el camino.
«Mientras volvían a casa, desconsolados por la muerte de su Maestro, el Señor se hizo su compañero de viaje sin que lo reconocieran. Sus palabras, al comentar las Escrituras que se referían a él, hicieron arder el corazón de los dos discípulos, los cuales, al llegar a su destino, le pidieron que se quedara con ellos. Cuando, al final, él “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (Lc 24, 30), sus ojos se abrieron. Pero en ese mismo instante Jesús desapareció de su vista. Por tanto, lo reconocieron cuando desapareció.
Comentando este episodio evangélico, san Agustín afirma: “Jesús parte el pan y ellos lo reconocen. Entonces nosotros no podemos decir que no conocemos a Cristo. Si creemos, lo conocemos. Más aún, si creemos, lo tenemos. Ellos tenían a Cristo a su mesa; nosotros lo tenemos en nuestra alma”. Y concluye: “Tener a Cristo en nuestro corazón es mucho más que tenerlo en la casa, pues nuestro corazón es más íntimo para nosotros que nuestra casa” (Discurso 232, VII, 7). Esforcémonos realmente por llevar a Jesús en el corazón»[1].
Jesús se aparecía a los discípulos, a los apóstoles, a las santas mujeres. Nosotros –como ellos– podemos encontrar a Jesús dentro de nosotros mismos, habitando en nuestra alma, a gusto en nuestro corazón. Busquémosle sinceramente en nuestra interioridad. Tratemos de encontrar, en nuestra oración, en nuestra vida cotidiana, su real presencia dentro de cada uno de nosotros.
Jesús se apareció muchas veces a sus discípulos y a las mujeres. Sin embargo, no siempre se condujo de la misma manera: en unas ocasiones se manifiesta de una manera, en otras, de otra, y a veces su actitud resulta incluso contradictoria.
María Magdalena lloraba junto al sepulcro con la única esperanza de saber dónde habían puesto el cuerpo del Maestro. Cuando se encuentra con Jesús, a quien reconoce al pronunciar su nombre (María), el Señor le dice severamente: no quieras tocarme.
Sin embargo, poco tiempo más tarde, Cristo se presenta ante el incrédulo Tomás, y no solo no le prohíbe tocarle, sino que le pide su mano para llevarla a los agujeros de las manos y al costado herido...
Jesús permite a Tomás lo que negó a María ¿Por qué? Escucha lo que nos dice Benedicto XVI:
«En realidad, los dos episodios no se contradicen; al contrario, uno ayuda a comprender el otro. María Magdalena quería volver a tener a su Maestro como antes, considerando la cruz como un dramático recuerdo que era preciso olvidar. Sin embargo, ya no era posible una relación meramente humana con el Resucitado. Para encontrarse con él no había que volver atrás, sino entablar una relación totalmente nueva con él: era necesario ir hacia adelante. Lo subraya san Bernardo: Jesús “nos invita a todos a esta nueva vida, a este paso... No veremos a Cristo volviendo la vista atrás” (Discurso sobre la Pascua).
Es lo que aconteció a Tomás. Jesús le muestra sus heridas no para olvidar la cruz, sino para hacerla inolvidable también en el futuro. Por tanto, la mirada ya está orientada hacia el futuro. El discípulo tiene la misión de testimoniar la muerte y la resurrección de su Maestro y su vida nueva. Por eso, Jesús invita a su amigo incrédulo a “tocarlo”: lo quiere convertir en testigo directo de su resurrección».
También nosotros estamos llamados a ser testigos de la resurrección y llevar a todo el mundo la alegre noticia: «Hemos visto al Señor» (Jn 20, 24). Todos estamos llamados a ser discípulos de Emaús, María Magdalena, Tomás o cualquiera de los apóstoles: no podemos guardar para nosotros la gran novedad.
Jesús, en el fondo, persigue un único motivo con sus apariciones: hacer de aquellos discípulos, de los apóstoles, de las santas mujeres... valerosos testigos de la resurrección. Para conseguirlo, dará a cada uno sencillamente lo que necesita: en el caso de María Magdalena, que no le tocara, para que supiera que tenía a Dios delante; en el de Tomás, en cambio, lo contrario, porque era necesario que se convenciera de que no era un fantasma.
Jesús está dispuesto –ahora mismo, hoy– a darte lo que necesitas para alimentar tu fe.
Mientras los discípulos de Emaús estaban contando su experiencia al resto de los apóstoles, dice el Evangelio que se presentó Jesús en medio de ellos. Al hacerse presente de modo repentino en medio de ellos, Nuestro Señor apaciguó el miedo natural y el alboroto grande que los dominaba, y les transmitió un mensaje claro: Vivo para siempre y vosotros sois testigos de esto.
Hoy, como hace casi dos mil años, Jesús alimenta la fe y la esperanza de sus discípulos para que todos recordemos que Cristo vive y que tenemos la alegría de encontrarlo si le buscamos con todo el corazón.
Los primeros discípulos estuvieron con Cristo en muchísimos y variadísimos lugares después de la resurrección: en la orilla del lago, en medio de los caminos, en el cenáculo, en la puerta del sepulcro... También nosotros tenemos la ocasión de encontrarlo en todas las circunstancias de nuestra vida. Hacen falta solo dos condiciones, como señala Benedicto XVI: la sencillez y la sinceridad de corazón: «si buscamos al Señor con sencillez y sinceridad de corazón, lo encontraremos, más aún, será él quien saldrá a nuestro encuentro; se dejará reconocer, nos llamará por nuestro nombre, es decir, nos hará entrar en la intimidad de su amor».
EVANGELIO
San Lucas 24, 13-35
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: —«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: —«¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?». Él les preguntó: —«¿Qué?». Ellos le contestaron: —«Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y, ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no le vieron».
Entonces Jesús les dijo: —«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?». Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron diciendo: —«Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída». Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció.
Ellos comentaron: —«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que estaban diciendo: —«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
[7] Para esto y lo que sigue, Benedicto XVI, Audiencia general 11 de abril de 2007 en http://www.vatican.va
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