El auge en las encuestas de los partidos antieuropeos ha reavivado el interés por el populismo, una etiqueta que también se aplica a movimientos sociales tan distintos como el Tea Party, el 15M, el Movimiento 5 Estrellas o a dirigentes de América Latina.
Pero más allá del fervor popular que despiertan en las calles no es fácil saber qué define hoy al populismo.
Cuando se habla de populismo se tiende a asociarlo a un popurrí de ideas con connotaciones variadas: liderazgo carismático, demagogia, cercanía con la gente, simplismo, protesta contra las élites, antieuropeísmo, petición de democracia real, asistencialismo, rechazo de los grandes partidos, xenofobia…
El populismo no repara en colores políticos: los hay de izquierdas y de derechas. En América Latina, por ejemplo, se habla del “neopopulismo” y del “populismo neoliberal” de Carlos Menem en Argentina y de Alberto Fujimori en Perú para distinguirlos de los populismos clásicos que optaron por nacionalizar: el peronismo en Argentina, el cardenismo en México o el varguismo en Brasil.
A las élites de izquierda les molesta el carácter decididamente conservador de algunos movimientos populistas. En efecto, una cosa es que las masas exijan el paso de un estado de cosas a otro más justo, y otra dejar que unos políticos que están de paso cambien de arriba a abajo instituciones tan arraigadas en la vida del pueblo como el matrimonio y la familia..
“El mundo de los intelectuales no es el mundo de la gran mayoría”, dice el historiador canadiense Larry Gambone. “El pueblo llano no comparte su visión racionalista, nihilista, sin raíces ni tradición, ni tampoco su estilo de vida”. Lo que lleva a pensar que algunas ideas son “impopulares” en los medios porque así lo han decretado las élites, y no por falta de apoyo popular.
Si es cierto que los populismos delatan a menudo indignación y hartazgo social, no parece realista aspirar a acallarlos con unas buenas dosis de indiferencia olímpica ni tomarlos a la ligera como si fueran tontos o “ultras” sin remedio.
aceprensa.
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