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viernes, 26 de septiembre de 2014

Monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, sobre don Álvaro: «Hizo amable el Evangelio»

 
 Don Álvaro del Portillo fue «un padre para cada uno» de los que le conocieron, que hizo «amable la verdad del Evangelio»: así le recuerda don Javier Echevarría, actual prelado del Opus Dei y colaborador suyo durante muchos años, a pocos días de su beatificación, en una entrevista que ha publicado este jueves nuestro colega hermano “Alfa y Omega”:

 ¿Cuándo fue la primera vez que conoció a don Álvaro? ¿Qué impresión le quedó tras aquel primer encuentro? Después de tantos años a su lado, ¿qué es lo primero que le viene a la mente al recordar su figura?

Mi encuentro con don Álvaro resulta inseparable de mi encuentro con san Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando yo tenía 16 años. Durante varios lustros, fue ese hermano mayor en quien san Josemaría pudo apoyarse muy especialmente, y los demás nos mirábamos en su ejemplaridad; y no dudo en asegurar que, desde el momento en que estuvo al frente del Opus Dei, sus virtudes se hicieron aún más paternales, y resultó muy fácil a todos empezar a verle como a un padre para cada uno. Mientras recuerdo su figura, me viene a la mente aquella sonrisa suya, permanente, que era signo de acogida afectuosa, de disponibilidad, de servicio. Soy consciente de la gracia de Dios que supone haber convivido con dos santos, y por eso pido oraciones todos los días para corresponder a este don, y transmitirlo a los fieles de la prelatura y a todos los demás.


¿Cómo rezaba don Álvaro? ¿Y cómo vivía el día a día?
Aprendió de san Josemaría a ser contemplativo en medio del mundo, a través de las circunstancias ordinarias de la jornada: en el trabajo, en el cansancio, en el estado de ánimo de cada momento, en la preocupación por los demás… Vivía una relación de gran confianza con el Señor, a quien acudía como Amigo y como Padre. Su trato no era fruto de un momento extraordinario, o de un empeño voluntarista, sino del afán frecuente tejido con las diversas circunstancias que se comparten con quien se ama: un rato de oración, la lectura meditada del Evangelio, el saludo filial a una imagen de la Virgen, una breve visita al sagrario al salir de casa…
Su intimidad con lo sobrenatural le proporcionaba una serenidad que atraía a las personas. Me consta que muchos, aunque le conocieran sólo por unos minutos de conversación, coincidían en destacar que les había transmitido una gran paz, que no era la paz de la quietud o de la impasibilidad, sino la de saberse querido por una persona que enfocaba las diferentes cuestiones con la perspectiva de lo realmente importante. Por eso, don Álvaro sufría con las penas de los demás, y se alegraba con sus gozos, a la vez que contextualizaba todo en los designios de la paternal providencia de Dios.
Él vivió muchos años junto a san Josemaría. ¿Cómo era su relación con el fundador del Opus Dei? ¿Cómo le recordaba?
Como se lee en sus escritos y puede verse en los vídeos que se conservan, don Álvaro siempre tuvo presente la figura y la enseñanza de san Josemaría. A pesar de sus destacadas cualidades humanas e intelectuales, supo vivir voluntariamente en un segundo plano para ayudar a san Josemaría a cumplir su misión. Y, con humildad sincera, afirmaba que no quería ser más que la sombra en la tierra de la presencia de san Josemaría. Luego, planteó su misión al frente de la Obra como una etapa de continuidad y de fidelidad al carisma fundacional, empeñado en transmitir a todas las generaciones la cercanía afectiva y efectiva con san Josemaría.
Muchos le recuerdan como un hombre de paz. Sin embargo, vivió la Guerra Civil e incluso llegó a sufrir en su carne la persecución religiosa. ¿Cómo vivió él aquellos años?
Nunca quiso hablar mucho de los sufrimientos que, como tantos españoles de su generación, tuvo que padecer durante aquella tremenda lucha fratricida. Pero las pocas ocasiones en las que relató estos sucesos fueron siempre para rechazar todo tipo de violencia y predicar el perdón y el amor fraterno entre los hombres. Nos decía: «Tenemos que perdonar siempre».
¿Cómo era su relación con España? ¿Cómo veía los acontecimientos que se iban desarrollando en nuestro país a lo largo de los años?
A los dos años de su ordenación sacerdotal, en 1944, don Álvaro se trasladó a Roma, donde residió hasta su fallecimiento, en 1994. Se hizo romano, en el sentido católico de la expresión: universal. Los primeros años, además, recibió el encargo de san Josemaría de dirigir el apostolado de la Obra en Italia, país que llegó a conocer muy bien. A lo largo de su vida, fue adquiriendo lo que san Pablo llama una solicitud por todas las Iglesias. Durante sus años como prelado del Opus Dei impulsó la labor de la Obra por muchos países.
Sin embargo, esta mentalidad universal no le convirtió en una persona sin raíces. Nunca perdió su amor por España, ni su característica forma de ser madrileña. Don Álvaro nació a pocos metros de la Puerta de Alcalá, y era muy madrileño; empleaba expresiones castizas en la conversación, y ponía ejemplos de recuerdos de su tiempo en Madrid. Además, como prelado y obispo mantuvo una cordial y estrecha comunión con los obispos españoles y la Iglesia en España, en general: instituciones religiosas, movimientos eclesiales, etc…
Don Álvaro participó en el Concilio Vaticano II como Presidente de la Comisión antepreparatoria para el laicado. ¿Cómo entendía él el papel de los laicos en la Iglesia? ¿Dónde ponía el acento en sus charlas y encuentros con laicos? ¿Qué les pedía?
Con su quehacer en aquella asamblea eclesial, don Álvaro procuró difundir ampliamente la llamada universal a la santidad. Gracias a su experiencia de años viviendo y transmitiendo el espíritu del Opus Dei, recibido de san Josemaría, pudo aportar no sólo la teoría, sino la realidad de vida de miles de fieles laicos que, comprendiendo su Bautismo como una auténtica vocación a ejercitar el sacerdocio común en el trabajo profesional y las circunstancias ordinarias de cada día, se esforzaban por mantener una coherencia de vida entre su fe y sus obras.
Pero don Álvaro no sólo realizó esas importantes aportaciones a la teología y al Derecho canónico, sino que, sobre todo, ayudó a miles de laicos a descubrir su vocación bautismal y les movilizó a implicarse en la sociedad, sembrando el fermento de la fe mediante la tarea profesional, la amistad, y las relaciones familiares. Se puede afirmar que continuó la misión de san Josemaría -el santo de lo ordinario, como le denominó san Juan Pablo II- haciendo amable la verdad del Evangelio entre personas de todos los continentes, de todas las edades y condiciones.
También formó parte de la Comisión sobre la disciplina del clero. ¿Cómo era don Álvaro como sacerdote? ¿Y cómo entendía el ministerio, en relación con la vida de los laicos?
En efecto, fue Secretario de la Comisión que redactó el Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis, sobre el sacerdocio. En ese documento, se pueden ver los frutos maduros de la relación entre el sacerdocio ministerial de los clérigos, y el sacerdocio común de los fieles laicos. Todavía recuerdo el impacto que causaba en algunos su explicación de que todos en la Iglesia, no sólo los laicos, sino también los cardenales y obispos, eran igualmentefieles. Por otra parte, don Álvaro explicaba que «el sacerdote no es más cristiano que los demás fieles, pero es más sacerdote, e incluso lo es de un modo esencialmente distinto». Esa fue la tesis que desarrolló en su libro Fieles y laicos en la Iglesia, y que está presente en la teología del Concilio.
La constante preocupación de san Josemaría por la santidad de los sacerdotes fue igualmente uno de los grandes motores que impulsaron la acción pastoral de don Álvaro, que se tradujo en llevar muy en su corazón a los demás sacerdotes diocesanos cuando sucedió al fundador. El último año de su vida, tuvo la alegría de poder afirmar que «san Josemaría soñaba con la magnífica realidad que hoy contemplamos: que un gran número de sacerdotes, mediante el fidelísimo cumplimiento de sus propios deberes, encarnasen el espíritu del Opus Dei y contribuyesen a difundirlo por todo el mundo».
Don Álvaro fue el sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei, y el primer prelado de la Obra cuando se constituyó en prelatura personal, en 1982. En su día supuso una figura jurídica novedosa en el seno de la Iglesia: ¿qué balance hace usted después de todos estos años? ¿Y cómo vivió don Álvaro las objeciones que entonces hicieron algunos?
Don Álvaro alimentó siempre como prioridad continuar el legado fundacional de san Josemaría. Una de las tareas más importantes era la de culminar -a petición de Juan Pablo I y, posteriormente, Juan Pablo II- el camino jurídico del Opus Dei, dentro del Derecho general de la Iglesia, para que su forma jurídica respondiera a su realidad eclesial. San Josemaría dejó todo preparado para que la Obra pudiera ser erigida como prelatura personal, una figura jurídica contemplada por el Concilio Vaticano II. Don Álvaro, con la prudencia que le caracterizó, trabajó con la Santa Sede, sin prisa, pero sin pausa, para llevar a buen término esta misión en beneficio de toda la Iglesia. Soy testigo de cómo, durante esos años, don Álvaro rezó e hizo rezar por esta intención, y le gustaba detallar el inmenso caudal de oración, sacramentos y sacrificios de muchos miles de personas, también entre los enfermos y los indigentes. En todos se apoyaba cuando surgían las dificultades que suelen presentarse en este tipo de procesos y, en lugar de desanimarse, si surgían, las agradecía al Señor, al mismo tiempo que nos insistía en la necesidad de rezar más.
¿Cómo desarrolla el Opus Dei el apostolado en un tiempo eclesial marcado por la evangelización, en el que el Papa Francisco ha puesto el acento en la familia?
La inmensa mayoría de los fieles de la prelatura son fieles laicos, cristianos corrientes, padres y madres de familia que intentan seguir a Jesucristo tomando ocasión de su situación familiar, profesional y social. Una de las grandes enseñanzas de san Josemaría fue recordar el valor del matrimonio como un camino vocacional a la santidad. Actualmente, todos comprobamos que la sociedad progresa o retrocede moralmente según el termómetro del valor que se da al matrimonio, a la paternidad, a la maternidad, a la vida familiar, en general. Por eso, quienes participamos del espíritu del Opus Dei, hemos recibido con gran alegría la noticia de la decisión del Papa Francisco de la próxima celebración de las reuniones sinodales centradas en la familia. El Papa Francisco es un pastor muy cercano a los fieles, y conoce de cerca las posibilidades y los riesgos de las familias cristianas en la actualidad. Todos los católicos debemos secundarle en esta intención y apoyarle con nuestra oración y nuestro afán evangelizador.
Son numerosos los laicos vinculados al Opus Dei que tienen abierta su Causa de canonización. ¿De verdad que un padre o una madre de familia, un trabajador en su puesto de trabajo, un estudiante normal y corriente… pueden llegar a ser santos, y santos de altar?
¡Así ha sido a lo largo de la historia del cristianismo! Especialmente en los primeros siglos, fueron numerosos los santos y santas que eran madres o padres de familia, adolescentes, soldados, artesanos, etc. Es cierto que, durante una época, esta realidad quedó en un segundo plano, pero nunca desapareció del caminar de la Iglesia. El Señor dispuso, inspirando a san Josemaría, despertar entre los fieles laicos la llamada a la santidad, que no consiste en no tener defectos, sino en luchar para ser leales al Señor, en aprender a amar a Dios y a los demás superando día a día nuestro egoísmo. Amar de verdad a todos no es fácil, pero está al alcance de cada uno si acudimos a Quien nos amó y se entregó por nosotros: Jesucristo, el Hijo de Dios. Lógicamente, me da alegría cuando se abre una nueva Causa de canonización de un fiel laico del Opus Dei, pero lo que más pido al Señor es que esas vidas sirvan de ejemplo y estímulo, para que muchos cristianos descubran la fascinación por Jesucristo, y la alegría de gastar la propia existencia con Él y por Él.
analisisdigital.com

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