Como a Tomás, el Señor está dispuesto a ayudarnos a volver a confiar en El, en este tiempo tan difícil de pandemia. Acompaño mis reflexiones.
Con la muerte violenta y afrentosa de Jesús el pasado fin de semana, parecía que todas las esperanzas de sus discípulos habían sido destrozadas. Jesús había unido de tal modo su mensaje de salvación a su persona que, viéndolo colgar de un palo como un maldito de Dios, propagar su doctrina era un escándalo para los judíos y una locura para los gentiles (Cf. 1 Cor 1,23). Sin embargo, pocos días después de aquel Viernes espantoso, sus enseñanzas corrían de boca en boca con un dinamismo inimaginable. Fue el verlo resucitado lo que originó este vigoroso impulso catequético que se mantiene vivo en nuestros días.
El escepticismo que un suceso de esta naturaleza puede provocar en quien recibe esta noticia: Jesucristo ha resucitado, no es mayor que el que encontró en el grupo de sus discípulos más íntimos. Los evangelios nos hablan de las dudas, de la incredulidad y de la terquedad con que es recibida esta noticia. Especialmente expresiva resulta la postura de Tomás que nos narra el Evangelio de la Misa de hoy. Con dolorida y cariñosa ironía invita Jesús a Tomás a que realice la exploración que exige. El discípulo se rinde ante la evidencia, pero Jesús le dice y nos dice: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
Creer no es estar convencidos de algo por una información sin fundamento. Es escuchar unas palabras, aceptarlas y llevar la inteligencia más allá de sus límites basándonos en la confianza y la autoridad de la persona que me asegura aquello. Creer es poner el corazón cerca de esa persona que merece nuestra confianza. Es un modo de amar, como afirmaba Newman: “creemos porque amamos”. Sin la fe, que es el conocimiento más espontáneo y más frecuente del hombre, no podríamos dar un paso en la vida. Toda nuestra convivencia está sostenida por una tupidísima red de actos de fe. En el mundo del trabajo, de las comunicaciones, en la ayuda que unos a otros nos prestamos en el campo médico, jurídico, financiero, alimenticio, etc., juega un papel decisivo la fe en los demás. La fe es también nuestra primera y más rica fuente de conocimientos científicos. El saber humano en todas sus vertientes depende del aporte de conocimientos y de esfuerzos de años de investigación paciente de una multitud de seres humanos. La mayor parte de lo que la ciencia biológica, matemática, jurídica, etc., me ha legado con los años y me sigue aportando todavía, lo recibo por la fe. Ciertamente y en teoría, podría comprobar si esos datos que recibo son exactos, pero en la práctica carecería de tiempo y tal vez de capacidad para ello. Si desconfío de los datos que a diario me están suministrando millones de personas, tampoco en el ámbito del saber podría dar un paso. Lo más irracional de este mundo es conducirse sólo con la razón. Es un imposible.
Si esto es así, ¿qué tiene de extraño que Dios y su Iglesia nos pidan un asentimiento a las verdades reveladas aun cuando no siempre las comprendamos del todo o nos parezcan absurdas? “Dichosos los que crean sin haber visto”. Aquí estamos nosotros recogiendo esta alabanza que viene de Dios y que elogia algo tan humano como es la confianza, la buena fe. ¡Si tú me lo dices, lo creo! ¡Qué humano es esto! Es lo que Jesús espera de nosotros, que le creamos.
Pero la fe no debe estar sólo en los labios porque, como enseña el apóstol Santiago, “¿qué aprovecha, hermanos míos, que uno diga que tiene fe, si no tiene obras? ¿Puede acaso la fe sola salvarle?” (2, 14). Fe que nos lleve a amar a Dios de verdad, cumpliendo con amor sus mandatos; a preocuparnos seriamente por los demás, procurando influir cristianamente en sus vidas y ayudándoles también materialmente con nuestro trabajo bien hecho y la limosna de nuestro tiempo, nuestros conocimientos, nuestro dinero.
Evangelio (Jn 20,19-31)
Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:
− La paz esté con vosotros.
Y dicho esto les mostró las manos y el costado.
Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió:
− La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo.
Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:
− Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron:
− ¡Hemos visto al Señor!
Pero él les respondió:
− Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré.
A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo:
− La paz esté con vosotros.
Después le dijo a Tomás:
− Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.
Respondió Tomás y le dijo:
− ¡Señor mío y Dios mío!
Jesús contestó:
− Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído.
Muchos otros signos hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.
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