La Liturgia de esta noche santa que estamos celebrando es tan rica que resulta imposible comentarla y tan expresiva y plástica que habla por sí sola. El Fuego nuevo, el Cirio Pascual, Luz de Cristo que resucita glorioso y disipa las tinieblas del corazón humano temeroso ante la muerte; la Procesión de la Luz; el Pregón Pascual; la Bendición del Agua Bautismal; las Lecturas Bíblicas que nos ofrecen una síntesis de la Historia de nuestra Salvación, desde la Creación (1ª lect), pasando por la liberación de la esclavitud del Pueblo elegido (3ª lect), y concluyendo con la Resurrección de Jesús (Ev.), nos están hablando de esa vida nueva que el Señor nos ha ganado y a la que renacemos por el Bautismo.
Una antigua y hermosa homilía sobre el Sábado Santo, narra cómo Jesús va a buscar, con las armas vencedoras de la Cruz, a Adán y Eva. “Al verlo, nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: Mi Señor está con todos. Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: Y con tu espíritu. Y, tomándolo por la mano, lo levanta, diciéndole: Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz... Levántate, obra de mis manos...salgamos de aquí, porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona... El reino de los cielos está preparado desde toda la eternidad” (L. de las Horas del Sábado Santo).
La Resurrección del Señor es el triunfo de su misión redentora y el de todos los que somos miembros de su Cuerpo cuya Cabeza es Él, de los ciudadanos de su Pueblo -la Iglesia- cuyo Pastor es Él. Es la confirmación hecha realidad de las promesas de las Bienaventuranzas. Que Jesús se apareciera resucitado en primer lugar a las mujeres (Evangelio), cuyo testimonio en aquellos tiempos no tenía validez, tal vez pueda interpretarse también como un argumento más en favor de que el Reino de los Cielos es para los que no son tenidos en cuenta por los poderosos de este mundo.
Los pobres según el espíritu; los que tienen hambre y sed de Dios; los constructores de la paz; los limpios de corazón; los que lloran al ver conculcados los derechos de Dios y de sus hijos y saben perdonar tantos atropellos; los perseguidos o injustamente tratados por confesar con las palabras y con las obras su fe. Sí, quienes han encarnado en sus vidas o se esfuerzan porque así sea el espíritu de las Bienaventuranzas, Carta Magna del Cristianismo, pueden saborear, ya esta noche, la dicha en ellas prometida, porque Cristo ha vencido.
Si hemos de recordar a un mundo que se nutre de la ilusión de que la felicidad está en tener a cubierto las necesidades materiales que la vida no está en la hacienda. Si frente al señuelo del hedonismo decimos que quien mira a una mujer con malos ojos, deseándola, ya adulteró en su corazón. Si a quienes se sienten seguros en sus convicciones y desprecian las de Cristo les hacemos ver que se parecen al hombre necio que edificó su casa sobre arena. Si debemos cuestionar convencionalismos, mentiras, injusticias..., y esto fue siempre no sólo molesto sino peligroso, y nos pueden acusar de acientíficos e inhumanos, hemos de afianzarnos en la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí (Gal 2,20). Esa fe será nuestra seguridad y defensa frente a una mentalidad hostil.
¡Vivir de fe! Jamás hombre alguno habló como este hombre (Jn 7,46), decían los contemporáneos de Jesús. Nadie como el ha sabido recoger el profundo latido del corazón humano y ha dado una respuesta convincente a sus más genuinos anhelos: Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios (Jn 6,68). Jesucristo ha superado la muerte, ha cambiado el mundo y se ha convertido en la salvaguardia de los valores más nobles y sagrados.
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