–¿Cómo recibió la noticia del anuncio de que teníamos un nuevo Papa? ¿Qué sensaciones le pasaron por el corazón en ese momento?
–Fue una gran alegría. Los católicos necesitamos tener al padre común en
la tierra, vicario de Cristo en la Iglesia universal. Al advertir la
fumata blanca, me puse de rodillas para rezar por él, aún sin saber
quién era. Renové interiormente mi deseo de ser un buen hijo del Romano
Pontífice.
Cuando el nuevo Papa Francisco habló por primera vez desde el balcón de
las bendiciones, mencionó a todas las personas de buena voluntad. Y
pensé que, además de los católicos, el Papa lleva el peso, las alegrías y
los dolores de toda la humanidad. Por esto, junto a la alegría, sentí
también el deseo intenso de que todos recemos por el sucesor de Pedro, y
experimenté un afán filial de invitar a la gente a amar al Romano
Pontífice.
–De las palabras en estos primeros días de su Pontificado, ¿con qué
se queda?, ¿qué le ha llamado la atención?, ¿qué le interpela?
–«Cristo es el centro», dijo a los periodistas en la audiencia del 16 de
marzo. Me recordó a lo que nos repetía san Josemaría: «Es de Cristo de
quien hemos de hablar, y no de nosotros mismos». Esto nos remite
verdaderamente a lo esencial. El Papa Francisco nos habló también de la
acción del Espíritu Santo. Resulta necesario leer en esta clave el
último cónclave y toda la historia de la Iglesia: desde la fe.
–Estamos ante el primer Papa latinoamericano de la historia. Por su
experiencia como prelado del Opus Dei, ¿qué aportan los cristianos de
América Latina a la vieja Europa?
–En América Latina se toca el buen espíritu de manifestar la caridad con
cariño, con un afecto palpable. Ese calor humano ayuda tantas veces a
evitar los prejuicios hacia los demás, a evitar cierta complejidad
intelectual que enturbia las relaciones de unos con otros, a forjar
relaciones interpersonales verdaderamente humanas. Una manifestación de
esta capacidad de amar se traduce en la piedad popular que se mantiene
muy viva en tantos países de América, con una devoción a la Madre de
Dios que es a la vez tierna y recia, y que entraña una actitud muy
enriquecedora para la humanidad entera. Todo esto es un don para la
Iglesia.
–Poco a poco vamos conociendo detalles del Santo Padre: viaja en
autobús, vivía en un pequeño apartamento en Buenos Aires... ¿Cree que
estos pequeños gestos del día a día son los que pueden interpelar
aquellos que tienen estereotipada la imagen de los sacerdotes, de los cardenales, de la Iglesia en general?
–Esta austeridad es una nota común de los últimos papas –con algunas
manifestaciones externas diferentes–, y también de una gran mayoría de sacerdotes,
que tienen lo justo para vivir, y muchos ni siquiera esto. Como usted
dice, se trata de un estereotipo. Le contaré de un cardenal que vino una
vez a la Pontificia Universidad de la Santa Cruz; entre una actividad y
otra, a las 5 de la tarde, hubo un «coffee break». Mientras tomaba
algo, comentó: «Sabe usted, es que esta noche no ceno, no tengo a nadie
que me ayude a preparar una cena». No se repite este caso en todos, pero
los ejemplos podrían multiplicarse.
La falta de bienes materiales, como decía san Bernardo, no supone en sí
una virtud, sino que esa virtud consiste en amar la pobreza, que también
se percibe por esos gestos de renuncia. Esta disposición resulta más
hacedora cuando la persona sabe prescindir de bienes superfluos, y está
desprendida de lo que tiene. Ciertamente, como decía san Josemaría, la
pobreza trae para el hombre un tesoro en la tierra y, a este propósito,
ponía como modelo a esos padres de familia numerosa que, en su esfuerzo
por sacar adelante a los suyos con amor, renuncian con gusto a tantas
cosas personales. Se nos presenta, por tanto, como una virtud para amar
–así nos lo ha enseñado Jesús–, y está incluida en la caridad. A la vez,
hemos de hacer todo lo posible para aliviar el sufrimiento causado por
las injusticias personales y sociales, y veo muy natural que en
ocasiones nos invada incluso la impaciencia ante tantas injusticias que
desearíamos resolver.
–La reforma de la Curia, la nueva evangelización... Son muchos los
asuntos que han abordado los cardenales a lo largo de las congregaciones
generales. De todos esos asuntos que han estado sobre la mesa, ¿cuál
considera de mayor urgencia para la Iglesia?
–Ciertamente, la curia –por una lógica sobrenatural y también humana– se
adapta a cada Papa y a las necesidades de la Iglesia, según los
tiempos. Pero no me compete señalar lo prioritario; está en las manos
del Santo Padre, que no tiene otro afán que el de servir a todos. Al
hablar de una reforma, que puede ser necesaria, sabemos que en Roma
trabajan muchas personas con abnegación, con gran espíritu de servicio,
alguna vez lejos de su patria y de su familia, y con una retribución
modesta.
Obviamente, yo no estaba en la congregaciones generales, donde los
cardenales hablaron entre sí, pero no cabe duda de que la nueva
evangelización sigue siendo una prioridad para la Iglesia. Me parece que
el estilo sencillo y directo del Papa aporta una ayuda de gran peso en
este sentido.
–En el comunicado que usted emitió hace unos días, destacó el
llamamiento del Papa Francisco a evangelizar. ¿Cómo se traduce esta
invitación del Santo Padre al carisma concreto del Opus Dei? ¿Cuáles son
los retos en este sentido?
–El lema del cardenal Bergoglio ha sido «miserando et eligendo». Viene
de un texto de san Beda el Venerable, que leemos cada año en la Liturgia
de las horas. Se trata de un comentario a la llamada de Mateo. Jesús
tenía piedad, misericordia, y a la vez llamaba a sus discípulos a
seguirle. La vocación contiene una prueba de amor: nace del corazón
divino lleno de misericordia. San Beda comenta que Jesús vio «más con la
mirada interna de su corazón que con sus ojos corporales».
San Josemaría, con el mensaje recibido de Dios, vino a recordar que
todos estamos llamados a la santidad, y solía comentar: «Que yo vea con
tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma». Pienso que la urgencia de
evangelizar –siempre actual en la Iglesia– se manifiesta en una
invitación para mirar a las gentes, a todos, con visión apostólica, con
misericordia y con cariño, con el deseo de ayudarlos a recibir el gran
don del conocimiento de Cristo y de su amor.
El espíritu del Opus Dei impulsa a los fieles de la Prelatura
–sacerdotes y laicos– a tomar conciencia de que en la vida ordinaria, en
el mundo de las profesiones, en la familia, en las relaciones sociales,
hemos de afanarnos para descubrir que los demás nos necesitan, no
porque seamos mejores, sino porque somos hermanos. Como dijo san
Josemaría, precisamente durante una catequesis en Buenos Aires, «cuando
trabajáis y ayudáis a vuestro amigo, a vuestro colega, a vuestro vecino
de modo que no lo note, le estáis curando; sois Cristo que sana, sois
Cristo que convive sin hacer ascos con quienes necesitan la salud, como
nos puede suceder a nosotros un día cualquiera».
Todo esto significa también llevar y amar la cruz, de la que habló
también el Papa Francisco en su primera homilía. Y, como predicaba el
cardenal Bergoglio en su homilía en la última Misa crismal, hay que
tener «paciencia con la gente» al enseñar, explicar, escuchar, contando
siempre con la gracia del Espíritu Santo.
–¿Cómo le puede ayudar al Papa Francisco el hecho de saber que cerca de él estará el Papa emérito Benedicto XVI?
–Pienso que el Papa sentirá sobre todo la fuerza y la compañía
espiritual de su predecesor. Y que podrá apoyarse con frecuencia en el
rico y actual magisterio de Benedicto XVI.
El cariño que le tenemos todos en la Iglesia se hace más grande, pues
sabemos que reza por nosotros en su misa y en su oración, y que sostiene
nuestra unión incondicional al Papa Francisco. En este sentido,
considero importante respetar la voluntad de Benedicto XVI
de desaparecer a los ojos del mundo, para que quede patente que hay un
solo Papa, y no se confunda a la gente que dispone quizá de menos
formación cristiana o de poca cultura teológica. Ahora el Romano
Pontífice es el Papa Francisco, a quien el anterior Pontífice prometió
gustosa y total veneración y obediencia.
Bergoglio, ante la tumba de San Josemaría
¿Conoce Javier Echevarría al actual Papa? «Lo encontré en distintas
ocasiones, aquí en Roma (por ejemplo, en varias asambleas del Sínodo de
obispos) y en Buenos Aires. Es una persona afectuosa, un sacerdote
a la vez austero y sonriente. Cercano a los enfermos y a los
necesitados tanto material como espiritualmente. Posee una fuerte
personalidad. Sabe con claridad de hijo de Dios lo que quiere y lo que
no quiere. De todos es conocido que siempre pide oraciones por sí mismo,
y que reza mucho por los demás», asegura el prelado del Opus Dei, que
revela un detalle: «En una ocasión vino a esta casa, hace ya unos años,
para visitar la tumba de san Josemaría, que se encuentra en la iglesia
prelaticia de Santa María de la Paz. El cardenal Bergoglio permaneció de
rodillas unos 45 minutos. Su capacidad de rezar –sin prisa– es un
ejemplo para todos, porque en la oración el cristiano encuentra también
la luz y el consuelo del Señor».
Al frente de la Obra
Buscar a Dios en lo cotidiano
Fundado en 1928 por san Josemaría Escrivá (Barbastro, 1902-Roma, 1975),
actualmente el Opus Dei cuenta con más de 90.000 miembros. El 98% son
laicos, y la mayoría, casados. En torno a 2.000 son sacerdotes.
Con un carisma centrado en la ayuda a encontrar a Cristo en el trabajo,
la vida familiar y el resto de actividades ordinarias, esta realidad
eclesial lleva a cabo labores educativas, asistenciales, culturales, que
poseen una marcada finalidad de servicio y formación: escuelas,
hospitales, universidades, centros de formación profesional, etc. El
prelado del Opus Dei está al frente de la Obra en su misión de difundir
la llamada universal a la santidad y de promover el apostolado de los
fieles de la Prelatura. En la vida del Opus Dei, que tiene desde su
origen un marcado carácter de familia, al prelado se le llama
sencillamente padre. Pues bien, este padre en la actualidad es monseñor
Javier Echevarría (Madrid, 1932), que sucedió en 1994 a Mons. Álvaro del
Portillo, quien llevó las riendas el Opus Dei tras la muerte del
fundador.
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