"Nadie
tiene amor mayor que el que da la vida por los suyos" (Jn 15, 13),
había dicho Jesús. Estas palabras fueron confirmadas con una muerte tan
atroz como injusta e infamante. "Maldito quien cuelga de un palo" (Deut
21, 23). El empeño por parte de los judíos de que fuera Pilato quien le
condenara a muerte tenía probablemente este objetivo: que la memoria de
Jesucristo fuera maldita en el corazón de su pueblo.
Sin embargo, este
drama en el que la malicia humana y el Amor de Dios llegan al colmo,
crea un orden nuevo: Dios saca de este gran mal el bien supremo de la
Redención del mundo. La Cruz de Cristo, a la que nos invita a mirar la
Liturgia de este Viernes Santo, se ha convertido en una fuente de la que
brotan ríos de agua viva (Cfr Jn 7,37-38).
"La
prueba de que Dios nos ama, dice S. Pablo, es que Cristo, siendo
nosotros todavía pecadores, murió por nosotros, ¡Con cuánta más razón,
pues, justificados ahora por su sangre, seremos por Él salvados del
castigo" (Rm 5,8-9). Dios ha redimido al mundo mediante el sufrimiento,
un dolor que alcanza las fronteras del misterio. "Cuando Cristo dice:
‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’, sus palabras no son
sólo expresión de aquel abandono que varias veces se hacía sentir en el
AT, especialmente en los Salmos y concretamente en el S. 22(21), del que
proceden las palabras citadas.
Puede decirse que estas palabras sobre
el abandono nacen en el terreno de la inseparable unión del Hijo con el
Padre, y nacen porque el Padre ‘cargó sobre Él la iniquidad de todos
nosotros’. Junto con este horrible peso, midiendo todo el mal de dar las
espaldas a Dios contenido en el pecado, Cristo, mediante la profundidad
divina de la unión filial con el Padre, percibe de manera humanamente
inexplicable este sufrimiento que es la separación, el rechazo del
Padre, la ruptura con Dios. Pero precisamente mediante el sufrimiento Él
realiza la Redención, y expirando puede decir: ‘Todo está acabado’"
(Juan Pablo II, S.D. n. 18).
Así
como en el árbol del Paraíso la desobediencia humana trajo el dolor y
la muerte, en este árbol de la Cruz la obediencia mató a la muerte y nos
abrió las puertas de la Vida Eterna. "Amo tanto a Cristo en la Cruz,
dice el Beato Josemaría Escrivá, que cada crucifijo es como un reproche
cariñoso de mi Dios: ...Yo sufriendo, y tú... cobarde. Yo amándote, y tú
olvidándome. Yo pidiéndote, y tú... negándome. Yo, aquí, con gesto de
Sacerdote Eterno, padeciendo todo lo que cabe por amor tuyo... y tú te
quejas ante la menor incomprensión, ante la humillación más pequeña..."
(Via Crucis, XI Estación n. 2).
El
amor es sufrido, recuerda S. Pablo (Cfr 1 Cor 13). ¿Quién se sentirá
con derecho a quejarse cuando contemple estos atroces sufrimientos de
Nuestro Señor? ¡Ser sufridos! Procuremos proyectar esta cualidad sobre
nuestra vida ordinaria, en esas situaciones nada solemnes de nuestro
acontecer diario. "¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante
la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir
cristianamente los alfilerazos de cada día! Piensa, entonces, qué es lo
más heroico" (Camino, 204). ¡Ser sufridos ante las tentaciones del amor
propio, la sensualidad..., y cuando advirtamos que nuestro
comportamiento cristiano "choca" en el ambiente en que me desenvuelvo!
"Nosotros
debemos gloriarnos en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo" (Gal 6,14),
nos recuerda inspiradamente S. Pablo, porque ahí está nuestra salvación
aunque nos cueste creerlo y nos rebelemos. La fe en la participación en
los sufrimientos de Cristo, lleva consigo la certeza interior de que
quien sufre "completa lo que falta a los padecimientos de Cristo",
porque nosotros somos miembros de un Cuerpo cuya Cabeza es Él. Debemos
enfocar nuestras penas y dificultades con un talante recio y
sobrenatural. Tal vez no podamos solucionar ciertos contratiempos, pero
sí podemos no torturarnos con ellos. Podemos buscar con serenidad una
solución, no un motivo más de amargura y, sobre todo, podemos ver en
ellos la Cruz que nos asocia a la obra redentora de Jesucristo.
¡Cuántas
cosas que nos hacen sufrir física y moralmente se soportarían mejor si
no dudáramos de que el Corazón del Señor sufre con el nuestro! ¡El
Corazón de Jesús y el mío sufren juntos! ¿No somos una cosa con Él? ¿No
nos ha asegurado que cualquier cosa que padezcan los que creen en Él la
padece Él mismo? (Cfr Mt 25).
¡"Señor,
auméntanos la fe"! (Lc 17,5), le decían los discípulos cuando no
entendían una enseñanza Suya. ¡Repitámoslo también nosotros poniendo por
intercesora a la Madre de Jesús y Madre nuestra!
Justo Luis R. Sánchez de Alva
Almudí
Almudí
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