Acabamos de escuchar uno de esos relatos
evangélicos que nos hablan de la benevolencia de Dios con sus hijos y
son como un bálsamo para el corazón dolido por el vergonzoso
comportamiento con nuestro Dios. Uno de esos relatos que, una vez oído,
ya no se pueden olvidar y que deben ser considerados a solas muchas
veces porque su riqueza espiritual es inmensa.
Detengamos la mirada en el Padre que
Jesús nos ha revelado. "Cuando todavía estaba lejos (el hijo menor), su
padre lo vio". "El padre esperaba al hijo, estaba ansioso por él. No
sólo le perdona su cruel insistencia en reclamarle derechos: "Dame la
parte de la herencia que me corresponde". Sino que lo ama hasta el
extremo de quererlo a su lado de nuevo.
Cuando, por fin, el hijo aparece
en el horizonte, de ningún modo piensa en castigarle... Se diría que no
le interesa la sumisión del hijo perdido ni su autoacusación y
humillación que podrían parecer obligadas por razones de pedagogía y
orden. Al contrario, corre a su encuentro, se le echa al cuello y le
besa. Le hace ponerse el traje mejor, un anillo en el dedo y calzado en
los pies; y ordenan que maten el ternero cebado a fin de celebrar la
fiesta. El Padre es así; así nos lo muestra Jesús. Para cada uno de
nosotros es el Tú que siempre espera y siempre está dispuesto a abrirnos
sus brazos de Padre, sea lo que fuere lo sucedido" (Juan Pablo II).
La alegría del Padre por el retorno del
hijo menor nos humedece los ojos. Pero, ¿y el comportamiento con el
mayor, no es conmovedor también? Al volver de su trabajo y ver la
fiesta, el banquete, la música, por el regreso de su hermano se irrita y
no quiere participar en la fiesta. Piensa, tal vez, que su fidelidad no
ha sido valorada y es víctima de un agravio comparativo y critica a su
padre de modo insolente. Con una ternura inmensa se dirige también a él
el Padre: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo;
deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha
revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado" ¡Deberías alegrarte!
¡Qué distinto es Dios de nosotros! Si el corazón tiene razones que la
mente no comprende, decía Pascal, ¿no sentimos latir aquí el Corazón de
Dios? Es un alivio ver que el Padre no se incomoda con estos dos hijos
en quienes estamos retratados todos, sino que razona con el mayor cuando
no entiende el sacrificio que el servicio de Dios comporta y perdona al
menor sus locuras.
Somos gente intensamente querida, amadas
con esa verdad con la que sólo el Absoluto puede hacerlo. Vigilemos
para que este amor tan desproporcionado como gratuito no se convierta en
pasaporte para la impunidad. ¡Cuánta gente que tranquiliza su
conciencia diciéndose frívolamente: Dios es muy bueno! Dios es Padre. La
Sagrada Escritura desenmascara esta indulgencia desordenada así: "Si yo
soy vuestro Padre, ¿donde está mi honra?, y si soy el Señor, ¿donde
está el honor que me debéis?" (Mal 1,6). Recordemos que en el hijo menor
la experiencia de la bondad del Padre coincide con el conocimiento de
sí mismo, el arrepentimiento y la conversión. Preparémonos a la Pascua
que se avecina con una sincera Confesión.
Justo Luis R. Sánchez de Alva
Almudí
Almudí
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