"¡No llores!", dijo Jesús conmovido por el dolor de esta viuda que iba a enterrar a su hijo único y, con él, todo lo que humanamente era su apoyo en este mundo. Las viudas solían estar en aquel tiempo abandonadas a la generosidad de la familia y del pueblo. ¡Cuánto insisten los profetas de Israel en reclamar la atención para estas mujeres ancianas como un precepto de Dios!
Puede ocurrir que así como en la infancia los hijos no pueden valerse por sí mismos, en la ancianidad sean los padres quienes necesiten la ayuda de sus hijos. En estos casos es de justicia el que esos hijos -incluso los casados- no regateen a sus padres la ayuda de su cariño hecho de compañía y de pequeños o grandes servicios.
El deber de atender a los padres cuando no pueden valerse por sí mismos o se encuentran solos, obliga gravemente no sólo por razones de piedad y caridad sino por exigencia indeclinable de la misma ley natural.
Pero el único hijo de esta viuda ha muerto y, acompañada de una muchedumbre que llora con ella, lo sacan de la ciudad para enterrarlo piadosa y doloridamente. La triste comitiva se tropieza con Jesús que se ve hondamente afectado por el dolor de esta desconsolada mujer. "Se compadeció de ella", comenta S. Lucas, y le dijo: "No llores". Advertimos en estas palabras la solidaridad de Cristo con el sufrimiento humano. Jesús podía decir no llores y acompañar esas palabras con el poder de enjugar las lágrimas y devolver la alegría perdida. Y así lo hizo.
El Señor se acercó al féretro y dijo: "Joven, a ti te hablo, levántate".
El muerto se incorporó y comenzó a hablar apoderándose de toda la comitiva fúnebre un temor sagrado. Pocos milagros de Jesús despertaron en el pueblo una impresión tan viva como la que se apoderó de todos al ver al muerto levantarse. La hija de Jairo y la resurrección de Lázaro tuvo un número reducido de testigos. Este prodigio se operó, en cambio, en plena calle, ante un pueblo entero que queda deslumbrado ante el poder de Dios. El dolor ha dejado paso al asombro, al estupor y a un júbilo incontenible. Pero más que admiración por la dicha de un hijo muerto que es devuelto a su madre, hay aquí una especie de temor religioso y una certeza que embriaga a todos: "Un gran profeta se ha levantado entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo".
La fama del milagro de Naím se extendió inmediatamente por todas las comarcas de Galilea y Judea. Este episodio, que tanto impresionó al pueblo, nos recuerda que Alguien, que no es de este mundo, nos ha visitado, que está con nosotros -"Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo", prometió el Señor (Mt 28,20)- y al que podemos acudir en nuestros apuros espirituales y materiales.
La viuda es el símbolo de la Iglesia del Apocalipsis. A esa Iglesia pertenecemos. Ella es la que espera el momento en que Dios, compadecido del destino humano, como de esta viuda, "enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni gritos, ni fatiga, porque el mundo viejo ya ha pasado. Entonces dijo el que está sentado en el trono: “Mira que hago un mundo nuevo" (Apoc 21,4). ¡Avivemos la fe!, como nos dice S.Pablo en la 2ª Lectura de hoy.:”Os notifico, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí no es de origen humano”.
Justo Luis R. Sánchez de Alva
He tenido la osadía de dejarle un premio en mi blog, espero que sea de su agrado y pase por mi blog para su recogida. Un abrazo
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