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domingo, 23 de noviembre de 2014

Cristo Rey

 
 ¿Cómo podremos exclamar con Cristo sus palabras de amor desde la cruz... sin pasar por el sufrimiento? Es bueno este rey nuestro, Jesús, que nos libra de cruenta muerte. Y es bueno Jesús, rey de la humanidad entera, que tiene a bien hacer inevitables los miles de punzadas que hieren nuestra carne y alma, la vida entera. Es la fiesta de Cristo Rey: abracemos el sacrificio para poder participar de Su amor.

   No encuentro –no lo hay– camino distinto para llegar al amor que ese de abrazar decididamente el madero de la cruz, trono real, puerta de acceso al misterio de la caridad. Desde esa sede, Cristo habló siete palabras: verbos, sustantivos, ¡gramática! del amor extremo; del hombre que sufre y del Dios que salva; del Hijo que reina cielo y tierra por todos los siglos.

Solo por la oscuridad de Su cruz –y no esas cruces ficticias y egoístas que nos buscamos– llegamos a la luz de su divinidad.

   ¿Cómo? En lo de cada día. «¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! —Piensa, entonces, qué es lo más heroico»[1].

   No dejes nunca, Cristo mío, de exigirme. Porque quiero reinar contigo. Porque quiero que reines en mí. Ven, Señor, sé mi luz, clamaba la santa de Calcuta. Ven, Señor, sé mi luz, pedimos hoy cada uno de nosotros.

   Celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. La particularidad de hacerlo durante este año es que gozamos de la lectura del evangelio de san Lucas. Solo él nos narra el encuentro de Cristo con el buen ladrón.

En el monte Calvario se dan cita tres crucificados: tres causas distintas, un mismo destino. Dos ladrones justamente condenados y un santo –¡Dios mismo!– llevado al patíbulo. Tres personajes: uno que salva, otro que recibe la salvación y un tercero que reniega[2].

Reparemos en el malhechor que desprecia a Jesucristo. Le grita desde su cruz. Instante decisivo. Momento final. ¿A qué tanto resquemor? ¿De dónde tanto odio?

El mal ladrón se negó a aceptar la salvación de Dios. Había obrado con maldad y recibía la paga de sus pecados. El rencor había anidado en su alma de tal modo que era incapaz de reconocer nada de bueno, nada de amor. Solo quería morir.

Las palabras de consuelo eran para él engaño fútil. Quiere que irrumpa el poder virulento, una asesina violencia que le libere de su carga, pero tal no es ni la potencia de Cristo ni el reinado del Salvador. Este es el drama: la salvación pasa muy cerca de Él y no hace sino incrementar su enojo.
Finalmente, y después de todo... ¿qué fue de él? «¿Entró así, con esta conciencia, en la muerte? ¿Se habrá eternizado su odio, su desafío? ¿O disipó su noche un destello de luz en el último instante, tal vez después de las siete palabras, incluso después de la muerte de Jesús?»[3].

   «Hoy estarás conmigo en el paraíso». El veredicto de Cristo, que es rey y juez, es de sobreabundante misericordia. Si su reinado es el servicio, su justicia es el perdón. Para quien desea ser servido. Para quien desee ser perdonado. No quiso... ¡qué promesa tan llena de verdad y de amor! Y qué respuesta tan desoladora. Pero hubo uno que le escuchó: es el buen ladrón, ahora a las puertas del cielo.

Cristo no retrasa el juicio para el alma contrita. Hoy conmigo en el paraíso; ¡bendita prontitud la de este rey nuestro! El buen ladrón jamás pudo esperar una oferta más benévola de aquel a quien tantas veces había ofendido.

Hoy estarás conmigo; ¿acaso hay una compañía mejor? Gozar de la amistad de Jesús por toda la eternidad, y disfrutar de su ternura y de su amor: ser súbdito suyo y no de las pasiones. Ser por toda la eternidad bienaventurado y libre. Ser su amigo.

En el paraíso. Lugar de reposo. El sitio del descanso; donde la caridad nunca jamás será traicionada. Las amistades, la entrega y el amor de esta tierra se apolillan, se gastan y, si en algún momento parecieron ser eternas, por eventual generosidad de los amantes, se golpea siempre de bruces con el abismo de la muerte. El Verbo de Dios, cosido al madero, abrazado al sufrimiento, promete al ladrón un amor divino, insospechado, eterno, consolador. El paraíso. Y todo porque se lo pidió. Así de sencillo; así de... ¿fácil?

Cristo, con su veredicto en la cruz sobre el ladrón arrepentido, nos muestra que ha comenzado ya a hacer nuevas todas las cosas (cfr. Ap 21, 5). Él es capaz de transformar todas las cosas en virtud por su gracia. También ahora. También en ti, que padeces y sufres con los fracasos, que te alegras con tus victorias. Por siempre, Cristo será tu rey; y su juicio, misericordia.

EVANGELIO

San Lucas 23, 35-43

En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro lo increpaba: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le respondió: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso».

[1] Camino, 204.
[2] Cfr. S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 34, 2, 1.
[3] C. Journet, Las siete palabras de Cristo en la cruz (Madrid 1976) 72.

F.E.

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