La enseñanza de la Liturgia de hoy es muy clara. Los empleados somos nosotros; los talentos son las condiciones con que Dios nos ha dotado al crearnos: inteligencia, capacidad de amar, salud, bienes temporales...; el tiempo que dura el viaje del señor hasta su regreso es nuestra vida terrena; el banquete es el Cielo.
En su infinita condescendencia el Señor nos ha confiado unos bienes con los que debemos negociar.
“Tenemos una gran tarea por delante. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: negociad mientras vengo (Lc 19, 13).
Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi (1 Cor 12,27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol, con el mandato concreto de negociar hasta el fin”. (San Josemaría Escrivá).
Pero mientras unos trabajan alegre y generosamente en la tarea encomendada, otros se inhiben esgrimiendo razones que el Señor desaprueba. ¿Por qué es castigado el empleado negligente si no malgastó viciosamente el dinero y devolvió íntegro el talento recibido? Justamente por eso, porque se limitó a conservarlo. No lo perdió, pero no lo hizo fructificar.
Fue condenado por un pecado de omisión. El siervo perezoso es la viva imagen del cristiano que cuando es urgido a una vida de piedad más intensa; a comprometerse en la empresa de la evangelización; a aliviar el peso de la pobreza y del sufrimiento de quienes le rodean, se evade y tranquiliza su conciencia diciéndose: yo no soy malo, no extorsiono a nadie, no hago daño. Aparte de que un examen de conciencia más atento pondría de manifiesto pequeñas o grandes mentiras, críticas y murmuraciones, envidias, rencores, malos tratos, etc., esas personas no reparan en que existen también omisiones graves, cosas que deberían haberse hecho o dicho y que no se hicieron o dijeron, que es, justamente, lo que el Señor condena en esta parábola. No se hace, tal vez, nada malo, pero tampoco hay un empeño sostenido en favor de la familia, de la vida, la educación, la cultura, la justicia social..., tan necesitadas de apoyo siempre.
Descendamos al plano personal, ¿yo, en mi hogar, en el lugar de trabajo, en mis relaciones sociales, en mi parroquia, hago fructificar los talentos de inteligencia, salud, simpatía, imaginación, de posibilidades económicas, de gestión e influencia, etc., que Dios me ha concedido, o entierro todo eso en el agujero de la desidia? ¿Procuro influir a través de mis contactos profesionales y de todo signo en esos organismos desde los que se puede promover con más extensión y hondura los valores cristianos de la familia, la educación, la defensa de la vida, el derecho, y tantas cuestiones más que precisan ayuda? ¡Hay tanto por hacer! ¡Hay tanta necesidad a nuestro alrededor, que enterrar nuestros talentos, inhibirse de los problemas, es una impostura y algo que desagrada profundamente a Dios!
Justo Luis
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