Comienza el Adviento, con el que preparamos la venida de nuestro Salvador. Con la llegada de Jesucristo a la Tierra para iluminar la noche de este mundo, esta tierra ya no es sólo un valle de lágrimas, aunque el sufrimiento tenga un protagonismo excesivo, porque todas las angustias que vemos y sentimos están amparadas por una misericordia amorosa:
“Pastor de Israel, escucha; tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos”, pedimos con el Salmo Responsorial. Quien celebre así el Adviento aguardará con alegría la Navidad próxima y la eterna y entenderá porqué esa fiesta llena de gozo el corazón de los creyentes.
Toda nuestra existencia es un adviento, una preparación para el encuentro con el Señor. Todos, cada cual a su tiempo, seremos el invitado que se presenta a la gran fiesta del cielo donde nos aguarda “el dueño de la casa”. De ahí la invitación del Evangelio de hoy a estar vigilantes, a que nuestra vida esté orientada a Dios, “pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos” (Evangelio).
La muerte, para un buen cristiano, no es nunca repentina o inesperada. Repentina es una cosa que no se espera, y nosotros debemos estar, con vigilante conciencia, aguardando a Dios. “La muerte repentina es como si el Señor nos sorprendiera por detrás y, al volvernos, nos encontráramos en sus brazos” (San Josemaría Escrivá).
El hombre es el único ser que sabe que va a morir. No es morboso considerar esto. No es caprichoso asociar el sentido común con el común sentido de la muerte. Es sencillamente realismo, lucidez. ¡La muerte, magna cogitatio, qué gran pensamiento!, decía S. Agustín ¡Qué realismo, qué sano despego de los bienes de este mundo, qué sentido del aprovechamiento del tiempo..., puede proporcionarnos si no nos la ocultamos! ¡Qué alegría también, porque sabemos que no todo acaba con ella: “la vida se cambia, no se pierde”, reza el Prefacio de Difuntos! “¡Aleluya, muéstranos Señor tu misericordia y danos la salvación!”
Adviento, tiempo de preparación para la llegada del Señor en la próxima Navidad y tiempo también para disponernos para su segunda y definitiva vuelta, para el encuentro con Él para siempre. Preguntémonos si nuestros pensamientos, afectos, palabras y obras están orientados hacia Dios, de forma que cuando llegue el momento de presentarnos ante Él “no tengan de qué acusaros en el tribunal de Jesucristo”, como propone S. Pablo en la 2ª Lectura de hoy.
Nos pide el Señor que estemos vigilantes, que no dejemos para más adelante lo que puede hacerse hoy. ¡En cuántas ocasiones, cuando nos damos cuenta que debemos cortar con un abuso, abandonar una rutina, tomar una resolución más generosa, hacer una buena Confesión, decimos: mañana será otro día, más adelante, cuando salga de esta situación...! Siempre estamos mañaneando con Dios, con aplazamientos, aguardando a que llegue un mañana que la experiencia nos dice que no amanece nunca. ¡Hoy, ahora! ¡Vigilad! Sería un buen modo de comenzar el Adviento.
Justo Luis
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