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domingo, 27 de abril de 2014

El DÍA DEL SEÑOR: DOMINGO 2º DE PASCUA

   
   Las autoridades, encarnizadas persecutoras; los discípulos, temerosos... han tenido ocasión de estar con el resucitado, pero también han percibido el odio de muchos. Su fe es tan débil como grande la amenaza.

   En el evangelio de hoy se satisface el deseo del Señor de fortalecer la fe de los discípulos. Se apareció en medio de ellos con un saludo de paz. Les mostró sus manos marcadas por los clavos y su costado abierto por la lanza. No cabe duda: ¡es Él!, ¡ha resucitado!, ¡no es un fantasma!, ¡ese es su mismo cuerpo! 


   A la vez, esa corporalidad presenta unas características muy particulares, porque se ha presentado en medio de ellos sin tocar a las puertas, siempre cerradas. Poco a poco, los apóstoles entienden algo de la resurrección y comprenden que Dios está con ellos y que merece la pena dar la vida por Cristo: porque vive, porque es hombre, porque es Dios.

   No obstante, en el episodio al inicio narrado, un apóstol no estaba; reaparecerá una semana después. No cree ni una palabra de lo que le dicen y desea tener la misma oportunidad que tuvieron los otros discípulos: si Pedro, Andrés, Santiago y todos los demás habéis visto las manos y el costado de Jesús –pensaría Tomás–, ¿por qué yo no? Con esto imploraba, sencillamente, la misma oportunidad que el resto.

   Sin embargo, se percibe cierta incredulidad por parte de este apóstol. El hecho de exigir no solo ver a Cristo sino de meter su dedo en el agujero de las manos y en la herida del costado. ¿Qué necesidad tenía? Parece que Tomás desconfiara de que Jesús pudiera aparecerse otra vez; y por eso mismo es, a la vez, irónico y combativo...

   Jesucristo fue realmente misericordioso con él, dándonos una nueva prueba de humildad. Tomás, amigo mío... toma mis manos, mira mi costado... ¿por qué no crees? Hay gran amor en las palabras de Cristo, manso y sencillo. El apóstol también fue humilde en su respuesta, ofreciendo a todo hombre de todo tiempo la confesión más acabada de la divinidad del Maestro: Señor mío y Dios mío.

   Nosotros, como los apóstoles, hemos recibido todo lo necesario para creer. Tenemos al Señor presente en todos los Sagrarios del mundo entero; podemos encontrarlo verdaderamente en cada iglesia, hablar con Él, tener trato de amistad verdadera con Dios realmente presente en la Sagrada Hostia.

   Sabemos, además, que nuestros pecados son perdonados cuando nos acusamos humildemente en la confesión y recibimos la absolución del sacerdote. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos (cfr. Jn 22, 23) Así instituyó Jesús el sacramento de la Penitencia al que acudimos con frecuencia y en el que experimentamos la infinita y entrañable misericordia de Dios.

   Pero no solo los sacramentos son prueba de nuestra fe; lo es también el testimonio de los santos. En ellos comprobamos cuánto de veraz es la fe porque los santos, con su vida, nos demuestran que Dios existe, que es Amor, que nos da el Espíritu Santo y que se ha revelado en Jesucristo. La existencia de esas personas representa un icono de la vida humana plenamente vivida que se caracteriza siempre por una alegría incontenible, una felicidad auténtica, una fuerza inextinguible, una sonrisa perenne. 

   Lo hemos visto en Juan Pablo II, que fue un padre para todos los cristianos, en la fuerza de su predicación, en su paciencia ante la enfermedad, en su resignación ante los sufrimientos y en su lucha irrefrenable contra las injusticias. Lo hemos visto en la Madre Teresa, ejemplo de caridad, amor y dedicación a los más necesitados; una enamorada de Dios. Ellos, como todos los santos, vivieron todo y solo del amor de Dios, único capaz de llenar de paz el alma.

   Muchas, casi infinitas, son las pruebas que muestran que Cristo vive. Basta tener ojos para verlo. Santo Tomás pidió más, y le fue concedido y así nosotros tuvimos otro indicio más para reconocer el amor de Dios.

   No debemos tentar a Dios, como hizo el apóstol. Aprendamos de él a reaccionar prontamente, acojamos como propia su declaración de amor a Jesucristo («Señor mío y Dios mío»), y digámosle de todo corazón: Jesús mío, creo en ti; gracias por la Eucaristía, la confesión, la vida de los Santos... ¡gracias por todo! Señor mío, te pido que infundas en mi alma más amor y más confianza en ti, porque quiero que seas, como dijo santo Tomás, mi Dios y mi Señor.

   La segunda razón que induce a pensar que Tomás adoleció de cierta incredulidad fue el simple hecho de que aquella tarde no estuviera con el resto de los discípulos. ¿Dónde te encontrabas, apóstol Tomás?

   Debía de ser, que duda cabe, una persona llena de valor. Mientras el resto estaban refugiados por miedo, a Tomás no le importaba andar por la calle, estar en la plaza pública o participar de una reunión ajena al colegio de los apóstoles. En ningún caso debemos pensar que había renegado de la fe, porque, de ser así, no hubiera vuelto con el resto. Entonces, ¿qué estaba haciendo? No lo sabemos: quizá hoy tú lo descubras en tu oración si se lo preguntas...

   Lo cierto es que para creer es necesario pertenecer a la Iglesia, estar en ella. Santo Tomás se separó de los apóstoles, y «perdió» temporalmente la fe. Se cree en la Iglesia. Fuera de ella, complicado, ¿imposible? Lee y medita, para hacer tu propia respuesta, estas palabras de Benedicto XVI en la Misa en Cuatro Vientos, durante la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid:

   «La Iglesia no es una simple institución humana, como otra cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo Cristo se refiere a ella como “su” Iglesia. No se puede separar a Cristo de la Iglesia, como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cfr. 1 Co, 12, 12). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. Él está presente en medio de ella, y le da vida, alimento y fortaleza. 

   Queridos jóvenes, permitidme que, como Sucesor de Pedro, os invite a fortalecer esta fe que se nos ha transmitido desde los apóstoles, a poner a Cristo, el Hijo de Dios, en el centro de vuestra vida. Pero permitidme también que os recuerde que seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir “por su cuenta” o de vivir la fe según mentalidad individualista, que predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él»[1].

EVANGELIO

San Juan 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: —«Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: —«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».

Y dicho esto exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: —«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los doce, llamado El Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: —«Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: —«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». 

A los ocho días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: —«Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: —«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: —«¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: —«¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». 

Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.

[1] Benedicto XVI, Jornada Mundial de la Juventud, Madrid 2011, discursos, homilías y mensajes (Madrid 2011), 117-118.

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