En su edición del 16 de abril el diario italiano Il Tempo publicó una extensa entrevista con el Prelado del Opus Dei, Javier Echevarría. Publico un resumen de la conversación.
Con el inicio de la Semana Santa han llegado a Roma millares de universitarios, chicos y chicas de todo el mundo que participan en el congreso internacional Univ. Son jóvenes que de algún modo han entrado en contacto con el apostolado del Opus Dei y vienen a la Ciudad Eterna para vivir la Pascua junto al Papa y al Prelado de la Obra, que desde 1994 es Mons. Javier Echevarría. Durante muchos años fue estrecho colaborador primero del fundador, San Josemaría Escrivá, y luego del sucesor, Mons. Álvaro del Portillo, que será beatificado el próximo 27 de septiembre en Madrid. Nos ha recibido (entrevista en italiano) en la sede central de la Obra, en Roma.
La Iglesia se prepara a vivir la canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II. Dos pontífices que quisieron mucho a la Obra. ¿Cuál es su recuerdo?
Juan XXIII era un hombre cuya bondad era palpable; de Juan Pablo II recuerdo la gran intensidad en la oración. El Papa Roncalli conoció la Obra antes de ser Patriarca de Venecia y apreciaba su espíritu. Recuerdo que, durante una audiencia privada, pidió a San Josemaría que realizase una labor social en Casal Bruciato, un barrio popular de la capital. Aquella labor es hoy el Centro Elis, que ha ofrecido −y ofrece− formación profesional a muchos chicos. Uno de los recuerdos más vivos que tengo de Juan Pablo II, aparte del cariño paterno que siempre demostró a don Álvaro y luego a mí, es cuando no pudo participar físicamente en el Vía Crucis del Coliseo en el 2005. Tengo en la cabeza la imagen del Papa siguiendo el rito en la televisión, abrazado a una cruz de madera con crucificado. Ya no podía hablar ni caminar, pero aún tenía la fuerza de abrazar a Jesús que sufre.
Acabamos de celebrar los 50 años de la apertura del Concilio Vaticano II en el que Mons. Álvaro del Portillo tuvo un papel relevante. ¿Qué pensaba de la etapa conciliar y de sus consecuencias?
Don Álvaro se gastó con generosidad participando en los trabajos del Concilio aunque, por humildad y la debida reserva, hablaba muy raramente, y solo de modo incidental, de sus actividades en las diversas comisiones. Estaba especialmente contento porque el Concilio ponía en primer plano el papel de los laicos en la Iglesia y también, de modo finalmente claro e inequívoco, la llamada universal a la santidad que Jesús dirige a todos los bautizados. Otro elemento de alegría para don Álvaro era el compromiso por la unidad, que le preocupaba tanto: recuerdo cómo vivía intensamente cada enero el Octavario por la Unidad de los Cristianos.
Usted vivió muchos años junto a don Álvaro: tres palabras para describir su figura.
San Josemaría al referirse a él lo definía "saxum", roca. Era un punto de referencia y una sólida certeza para cualquiera que estuviera con él. Sin embargo, don Álvaro no fue solo roca para el fundador, sino apoyo de todos nosotros cuando vino a faltar la figura de San Josemaría. Otra palabra que podría describirlo es seguramente fidelidad: nos enseñó mucho sobre la lealtad a la Iglesia y al Opus Dei, conservando intacto el espíritu de San Josemaría hasta el día en que la Obra fue erigida en Prelatura personal en 1982, y luego en los años posteriores. La última palabra podría ser paz y alegría: don Álvaro era una persona verdaderamente capaz de regalar alegría, serenidad y paz a quien estaba a su lado.
Por una feliz coincidencia, el anuncio de la beatificación de don Álvaro salió junto al de la canonización de Juan Pablo II. Entre ellos el vínculo de estima y cariño era pro-fundo. ¿Puede contarnos alguna anécdota?
Les unía una profunda amistad, radicada en la fe común en Cristo y, por parte del Prelado, en una clara filiación al Padre común en la Iglesia. Recuerdo que una tarde don Álvaro esperaba para ser recibido en audiencia por Juan Pablo II. Cuando lo oyó llegar, notó que el Papa arrastraba los pies. Al saludarlo, don Álvaro le dijo: “¡Qué cansado está, Santidad!”, y el Papa replicó inmediatamente: “Si a esta hora de la tarde el Papa no estuviera cansado, querría decir que hoy no habría cumplido su deber”. Don Álvaro contó a muchas personas este episodio que le asombró fuertemente. Además, no puedo olvidar que cuando don Álvaro murió, Juan Pablo II decidió venir a rezar ante sus restos mortales en la Iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, aquí en la sede central del Opus Dei.
Con la cabeza fría, ¿qué piensa de la renuncia de Benedicto XVI y qué le llama más la atención de los gestos, aparentemente revolucionarios, de Francisco?
El gesto de Benedicto XVI fue para el mundo entero una enseñanza altísima sobre de lo que es la humildad y el sentido del servicio de un auténtico pastor. Por cuanto respecta al Papa Francisco, pienso que sus gestos son revolucionarios porque son auténticos. Cualquiera que lo ve, en vivo o en televisión, se da cuenta en seguida de que está ante un sacerdote auténtico, interesado por quien tiene delante, dispuesto a escuchar y propenso a la oración. Es lo que todos queremos hallar en cualquier sacerdote.
San Josemaría decía que «el Opus Dei quiere servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida». Sin embargo, alguno sostiene que la Obra esté frenando las reformas puestas en marcha por el Papa Francisco.
El Opus Dei no frena nada que el Papa quiera promover. Pienso sinceramente que, en la Prelatura, a nadie se le pasa por la cabeza frenar al Papa, que está asistido por el Espíritu Santo. El Santo Padre está dando un profundo empujón apostólico que influye no solo en la Iglesia sino también en toda la humanidad. Un cierto progreso siempre es útil, porque, por muy bien organizadas que estén, las estructuras creadas por el hombre no siempre logran ser adecuadas a la tarea, tan comprometida, de llevar el Evangelio a todo el mundo. En este sentido, es especialmente importante la acción del Papa por un mayor compromiso de todos en la nueva evangelización, en dar nuevo empuje a todos los organismos puestos al servicio de la Iglesia y de los fieles, al recordarnos a todos la misericordia de Dios.
Usted ha estado ya varias veces al Papa. ¿Qué le queda de esas charlas?
Se lo agradezco de todo corazón, porque se ve que es un pastor que no se preocupa solo del rebaño sino de cada oveja. Me impresiona el garbo sobrenatural y humano con el que lleva el peso que el Señor le ha puesto sobre los hombros. No porque él lo haya buscado, sino porque Dios lo ha llamado. Por eso, debemos rezar con mucho gusto por él, ofrecer pequeños −y también no tan pequeños− sacrificios. Es el Padre común, pertenece a la vida personal de cada uno. Tengo la impresión de que si pudiese, iría hasta el último rincón del mundo para ayudar a cada alma.
Usted sigue haciendo, de algún modo, las “correrías apostólicas” de San Josemaría: desde Suramérica hasta Tierra Santa, hasta la India. Y en paralelo con el Santo Padre. ¿Cuál es la situación de la Iglesia en aquellas tierras?
En esas visitas me he encontrado ante situaciones muy diferentes pero al mismo tiempo con grandes posibilidades apostólicas de servicio a las almas. En algunas regiones del mundo, aunque es una experiencia que difícilmente percibimos en Europa, no es fácil ser cristianos. No son pocos los católicos que son perseguidos por su fe, así como los que sacan adelante su labor de evangelización entre miles de dificultades que les imponen las sociedades o los Estados donde viven. Sin embargo, su ejemplo es encomiable y sirve de inspiración para nosotros. El reto que tiene delante cada cristiano, evidente sobre todo en esas áreas pero presente también en Occidente −lo dice repetidamente el Papa Francisco− es llevar a Cristo a todos y así crear unidad, arreglar los conflictos, llevando la concreta cultura de la paz presente en el Evangelio.
San Josemaría decía que «estas crisis mundiales son crisis de santos». ¿Sigue siendo así?
Sí. Es importantísimo que cada cristiano sienta esta responsabilidad, no porque deba llevar a un sentido de angustia, sino porque sentimos la cercanía del Señor que quiere contar con nosotros. Pero hace falta esfuerzo para ser santos: cuanto más deseemos la santidad, más sabremos servir, ayudar a los demás y vivir el trabajo profesional con responsabilidad. Si cada uno no aporta a la sociedad todo lo que pueda, será responsable de ello: son omisiones. Se podría decir "he tenido deseos de formarme y no me has dado esa posibilidad". Y cada cristiano debe ser portador de alegría, de la alegría de Jesús.
(*) Entrevista de Andrea Acali
Traducción de L. Montoya
almudí
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