La Pagoda de la Grulla Amarilla, el monumento más famoso de Wuhan, vuelve a llenarse de turistas, la mayoría venidos de la misma provincia de Hubei - Pablo M. Díez
Tras la catástrofe que el coronavirus ha desatado en todo el planeta, el autoritario régimen del Partido Comunista alardea de su modelo de eficacia frente a la imparable sangría de Occidente.
Hace nueve meses, solo el miedo y la muerte recorrían las calles de Wuhan. A toda velocidad, lo hacían a bordo de las ambulancias y furgonetas de las funerarias que cruzaban entre la niebla los majestuosos puentes sobre el río Yangtsé. Ocultas tras fantasmagóricos trajes especiales de protección, se enseñoreaban de esta megalópolis del centro de China que, de la noche a la mañana, se había quedado desierta. Con la misma furia con que vaciaban las avenidas bajo sus rascacielos de vértigo, desbordaban los hospitales con enfermos de una misteriosa y letal neumonía que se propagaba como la peste. Hace nueve meses, en Wuhan solo campaban a sus anchas la muerte y el miedo que había traído de no se sabe dónde un nuevo coronavirus.
Hoy, por las calles de Wuhan se ve cada vez más gente sin mascarilla, los atascos vuelven a colapsar el tráfico, los mercadillos y restaurantes están llenos y las mujeres bailan en las plazas al atardecer. Mientras el coronavirus marca su máximo de contagios diarios en Estados Unidos y obliga a imponer restricciones en Europa, en China se respira una normalidad especialmente asombrosa en el epicentro de la pandemia: Wuhan. Tras su confinamiento estricto de 76 días, del 23 de enero al 8 de abril, esta ciudad de once millones de habitantes lleva desde antes del verano sin informar de contagios locales y la vida ha vuelto a su rutina de cada día.
Bajo un agradable sol de otoño, los abuelos juegan a las damas chinas y cantan bajo el Primer Puente sobre el Yangtsé mientras un grupo de mayores cruza a nado el río emulando a Mao. Al anochecer, los rascacielos se iluminan con colores y figuras de médicos y enfermeras para agradecer su esfuerzo durante la epidemia y dar ánimos a los vecinos de Wuhan.
«Cumplimos las normas»
«El Gobierno nos dijo que nos quedáramos en casa y, como los chinos estamos muy unidos y amamos a nuestro país, cumplimos las normas. En ese periodo, tuvimos mucha paciencia para no salir de casa. Además, en cada edificio había muchos voluntarios que nos ayudaban y traían comida. Aunque la epidemia nos trajo un gran sufrimiento y muchos perdieron a sus seres queridos, nos enseñó también a amar a la familia y cuidar a los demás», explica con una sonrisa de oreja a oreja Li Na, profesora de unos 30 años, en el Primer Puente sobre el Yangtsé. Con las espectaculares vistas que ofrece este icono de la ciudad, le hace fotos a su madre y su hijo, quien intenta que no se le vuele un globo verde con forma de dinosaurio. «Las medidas del Gobierno fueron rápidas y efectivas, lo que nos ayudó a salir pronto de la epidemia», alaba agradecida, pero también reconoce que «había incertidumbre porque se trataba de un virus nuevo y es normal que eso ocurra cuando te enfrentas a algo por primera vez».
Debido a la catástrofe que el coronavirus ha desatado en todo el planeta, el Partido Comunista está legitimando su régimen autoritario como un modelo de eficacia frente a la imparable sangría que sufren las democracias occidentales. Al comparar los nuevos confinamientos y casos disparados con la normalidad que reina en su país, los chinos se olvidan del desastre de las primeras semanas, que disculpan como simples «fallos». Entre ellos, las autoridades ocultaron que los primeros casos se remontaban al 17 de noviembre, según registros oficiales vistos por el periódico «South China Morning Post», no reconocieron hasta el 20 de enero que el virus se contagiaba entre humanos y, lo más grave, silenciaron a los médicos que alertaban de la nueva enfermedad. Todo ello sin contar, por supuesto, que todavía no se sabe dónde se originó el coronavirus: si en el mercado de animales de Huanan, cuyas vallas han sido decoradas con pinturas de paisajes chinos y plantas para borrar su infausto recuerdo, en el cercano Centro de Control y Prevención de Enfermedades o en el superlaboratorio P4 a las afueras de la ciudad. Aunque la mayoría de los científicos creen que el coronavirus es de origen natural y procede de los murciélagos, algunas teorías de la conspiración apuntan a estos dos últimos lugares y la opacidad del régimen chino no ayuda a aclarar las dudas.
Pero de nada de eso se habla ya en Wuhan. Tan desconcertante amnesia colectiva salta a la vista en una exposición de la propaganda donde se ensalza más la respuesta del presidente Xi Jinping que la labor de los sanitarios como el doctor Li Wenliang, el oftalmólogo reprendido por la Policía que luego falleció por coronavirus. Obviando ese pequeño detalle, pero no que pertenecía al Partido Comunista, solo hay una foto suya en un altar con 14 «héroes» caídos en acto de servicio a los que se les pueden poner flores virtuales.
«Al principio se ocultó información para no crear pánico. Pero luego, cuando el Gobierno se dio cuenta de la seriedad del problema, actuó rápido», justifica un estudiante de 22 años apellidado Zhang, quien pertenece a las Juventudes Comunistas y viene con una excursión de la Universidad Huazhong de Ciencia y Tecnología. Una de sus compañeras, apellidada Yang y también del Partido, asegura que «no fue culpa de la Policía, que simplemente hizo su trabajo para que no hubiera caos». A su espalda, los grupos de estudiantes y funcionarios que visitan la exposición se hacen fotos con la bandera roja de la hoz y el martillo. «En la epidemia, China lo ha hecho mejor que las democracias de Occidente porque allí hay distintos partidos que compiten por el poder», señalan ambos jóvenes, que refuerzan su argumento con el refrán «Tres cocineros estropean una sopa». Para ellos, «si hubiera más de un partido en China, el país se rompería».
Propaganda y censura
Con la batalla del relato ganada por la propaganda y la censura, otra lucha igual de importante es la recuperación económica. Para incentivar el consumo, los supermercados lanzan promociones que atraen largas colas de amas de casa y jubilados, como regalar huevos y papel higiénico por compras superiores a los 88 y 188 yuanes (12 y 24 euros). En el otro extremo, las marcas de moda de la famosa calle Han, que no desentonaría en el centro de una capital europea, ofrecen grandes descuentos para llenar de gente joven sus tiendas de Zara y Uniqlo.
Beneficiada por una corriente solidaria, Wuhan se ha convertido en un popular destino turístico y sus hoteles están al 80 por ciento de ocupación. Pero, según nos cuentan en la Pagoda de la Gruta Amarilla, su monumento más conocido, la mayoría de turistas vienen de la misma provincia de Hubei, más que de otros lugares de China. Para cumplir con el límite de aforo por el coronavirus, hay que reservar la entrada por internet. Aun así, las escaleras para subir hasta la última planta de la pagoda están llenas y los fines de semana recibe hasta 30.000 personas. ¡Habría que verla en circunstancias normales!
En el frente sanitario, los ambulatorios ya están apuntando a la gente que quiera ponerse la vacuna contra el coronavirus. Aunque todavía no se sabe cuándo empezará a inocularse, se espera que sea antes de fin de año.
Las autoridades chinas aseguran que ya se la han administrado de emergencia a cientos de miles de médicos, funcionarios y militares, pero la doctora Xu, del Hospital Número 7, admite que ni ella ni ninguno de los compañeros que conoce en otros centros la han recibido. «La vacuna viene, la cuestión es cuándo. Hasta ahora no tenemos información», se encoge de hombros. Protegiéndose con dos mascarillas y un gorro de plástico para el pelo, confiesa que tuvo «mucho miedo durante el pico de la epidemia, pero los médicos sabemos cómo protegernos. Aunque hubo compañeros que se contagiaron, afortunadamente todos se recuperaron».
El test PCR, a 17 euros
Para ella, la clave del control del coronavirus en Wuhan fue «la colaboración entre el Gobierno, los hospitales y la sociedad. Si las autoridades le dicen a la gente que hay que llevar mascarilla y quedarse en casa, todo el mundo lo cumple». Con orgullo, afirma que «es una cuestión de responsabilidad social porque los chinos tenemos espíritu de sacrificio».
Aunque oficialmente no se registran casos nuevos en Wuhan y ella no ha oído que haya infecciones, se siguen haciendo pruebas del ácido nucleico para quienes las necesiten por motivos laborales o para viajar al extranjero. Con el resultado entre tres y 24 horas, un test PCR cuesta 132 yuanes (17 euros) y, si incluye el análisis de anticuerpos, 272 yuanes (35 euros). Para este otoño e invierno, la amable doctora Xu recomienda «no bajar la guardia porque el virus es algo vivo y puede estar en cualquier parte». A su juicio, «la mayor protección es llevar mascarilla, además de lavarse con frecuencia las manos, no tocarse la cara y evitar las aglomeraciones».
Ajenos a sus consejos, los habitantes de Wuhan siguen abarrotando los humeantes puestos de comida callejera hasta que el frío, o una nueva epidemia, lo impida. Acostumbrados ya a las tristes imágenes que vienen de Europa, sorprende ver que nadie lleva mascarilla en los gimnasios. El mismo panorama se aprecia en las pachangas de baloncesto que los jóvenes juegan al atardecer en la Universidad Textil. Al terminar, acuden sedientos a la bodeguilla que desde hace veinte años regenta Wu Xiaochang, un antiguo militar. «¡Ya casi nos hemos recuperado!», exclama con bastante modestia, pero sin mascarilla para que se vea bien grande su sonrisa.
abc.es
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