Erradicar el castellano de las aulas, asestar un golpe definitivo a la educación especial, penalizar la escuela concertada o premiar a los alumnos suspendidos igual que a los aprobados no era suficiente.
La ley Celaá tenía que ir más allá contra la libertad, y por eso en el trámite definitivo de enmiendas ha incluido la obligatoriedad de aprender «Cultura de las Religiones» -no Religión-, y una fiscalización doctrinaria de la educación sexual hasta en niños con 6 años. Si no fuese porque la ley es real, todo parecería una broma de mal gusto.
Regular que los niños deban «conocer y aceptar el funcionamiento del propio cuerpo y el de los otros» es una ofensa al sentido común. No se trata de enseñar, educar o motivar, sino de ideologizar y considerar al alumno un ente pasivo de la enseñanza. La ley tiene contenidos con visos de inconstitucionalidad y planteamientos tan pueriles como absurdos. Incluso, algún partido quiso introducir la expresión «seres sintientes». Por suerte, Celaá tenía el cupo de despropósitos lleno.
abc.es
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