Santuario de Loreto |
Homilía
del Santo Padre Benedicto XVI, durante la Santa Misa celebrada en
Loreto, el jueves 4 de octubre de 2012, en el 50º aniversario del viaje
de Juan XXIII
El cuatro de octubre de 1962, el beato Juan XXIII vino en peregrinación a este Santuario
para encomendar a la Virgen María el Concilio Ecuménico Vaticano II,
que se inauguró una semana después. En aquella ocasión, él, que tenía
una profunda y filial devoción por la Santísima Virgen, se dirigió a
ella con estas palabras: «Hoy, una vez más, y en nombre de todo el
Episcopado, a Vos, dulcísima Madre, que sois llamada ‘Auxilium
Episcoporum’, pedimos para Nos, obispo de Roma y para todos los obispos
del universo, que nos obtengáis la gracia de entrar en el aula conciliar
de la Basílica de San Pedro como entraron, en el Cenáculo, los
Apóstoles y los primeros discípulos de Jesús: un corazón solo, una sola
palpitación de amor a Cristo y a las almas, un solo propósito de vivir y
de inmolarnos por la salvación de los individuos y de los pueblos. Así,
por vuestra maternal intercesión, en los años y en los siglos futuros,
se pueda decir que la gracia de Dios ha precedido, acompañado y coronado
el XXI Concilio Ecuménico, infundiendo en los hijos todos de la Santa
Iglesia nuevo fervor, arranque de generosidad, firmeza de propósitos» (AAS 54 [1962], 727).
Hace
cincuenta años, después de haber sido llamado por la divina Providencia
a suceder en la cátedra de Pedro a ese Papa inolvidable, también yo he
venido aquí peregrino para encomendar a la Madre de Dios dos importantes
iniciativas eclesiales: El Año de la fe,
que comenzará dentro de una semana, el 11 de octubre, en el cincuenta
aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que he convocado para este mes de octubre con el tema “La nueva evangelización para la trasmisión de la fe cristiana”.
Queridos amigos, a todos vosotros dirijo mi más cordial saludo.
Agradezco a Mons. Giovanni Tonucci, Arzobispo de Loreto, su cálida
bienvenida. Saludo a los demás obispos presentes, a los sacerdotes, a
los padres capuchinos, a quienes ha sido encomendado el cuidado pastoral
del santuario, y a las religiosas. Dirijo un deferente saludo al
alcalde, Doctor Paolo Niccoletti, al que agradezco sus corteses
palabras, al representante del Gobierno y a las autoridades civiles y
militares aquí presentes. Y mi agradecimiento se dirige a todos los que
han ofrecido su colaboración generosa para hacer posible mi
peregrinación.
Como recordaba en la Carta apostólica de convocatoria, con el Año de la fe «deseo
invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor
de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para
rememorar el don precioso de la fe» (Porta fidei,
8). Y precisamente aquí, en Loreto, tenemos la oportunidad de ponernos a
la escuela de María, de aquella que ha sido proclamada «bienaventurada» porque «ha creído» (Lc
1,45). Este santuario, construido en torno a su casa terrenal, custodia
la memoria del momento en el que el ángel del Señor vino a María con el
gran anuncio de la Encarnación, y ella le dio su respuesta. Esta
humilde morada es un testimonio concreto y tangible del suceso más
grande de nuestra historia: la Encarnación; el Verbo se ha hecho carne, y
María, la sierva del Señor, es el canal privilegiado a través del cual
Dios ha venido a habitar entre nosotros (cf. Jn 1,14). María ha ofrecido la propia carne, se ha puesto totalmente a disposición de la voluntad divina, convirtiéndose en “lugar” de su presencia, “lugar” en el que habita el Hijo de Dios. Aquí podemos evocar las palabras del salmo con las que Cristo, según la Carta a los Hebreos, ha iniciado su vida terrena diciendo al Padre: «Tú
no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo…
Entonces yo dije: He aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (10, 5.7). María dice algo muy parecido al ángel que le revela el plan de Dios sobre ella: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc
1,38).
La voluntad de María coincide con la voluntad del Hijo en el
único proyecto de amor del Padre y en ella se unen el cielo y la tierra,
Dios creador y su criatura. Dios se hace hombre, María se hace “casa viviente”
del Señor, templo donde habita el Altísimo. Hace cincuenta años, aquí
en Loreto, el beato Juan XXIII invitaba a contemplar este misterio, «a reflexionar sobre aquella conjunción del cielo con la tierra que fue el objetivo de la Encarnación y de la Redención»,
y continuaba afirmando que el mismo Concilio tenía como objetivo
concreto extender cada vez más el rayo bienhechor de la Encarnación y
Redención de Cristo en todas las formas de la vida social (cf. AAS
54 [1962], 724). Ésta es una invitación que resuena hoy con particular
fuerza. En la crisis actual, que afecta no sólo a la economía sino a
varios sectores de la sociedad, la Encarnación del Hijo de Dios nos dice
lo importante que es el hombre para Dios y Dios para el hombre. Sin
Dios, el hombre termina por hacer prevalecer su propio egoísmo sobre la
solidaridad y el amor, las cosas materiales sobre los valores, el tener
sobre el ser. Es necesario volver a Dios para que el hombre vuelva a ser
hombre. Con Dios no desaparece el horizonte de la esperanza incluso en
los momentos difíciles, de crisis: la Encarnación nos dice que nunca
estamos solos, Dios ha entrado en nuestra humanidad y nos acompaña.
Pero que el Hijo de Dios habite en la “casa viviente”,
en el templo, que es María, nos lleva a otro pensamiento: donde Dios
habita, reconocemos que todos estamos “en casa”; donde Cristo habita,
sus hermanos y sus hermanas jamás son extraños. María, que es la madre
de Cristo, es también madre nuestra, nos abre la puerta de su casa, nos
guía para entrar en la voluntad de su Hijo. Así pues, es la fe la que
nos proporciona una casa en este mundo, la que nos reúne en una única
familia y nos hace a todos hermanos y hermanas. Contemplando a María
debemos preguntarnos si también nosotros queremos estar abiertos al
Señor, si queremos ofrecer nuestra vida para que sea su morada; o si,
por el contrario, tenemos miedo a que la presencia del Señor sea un
límite para nuestra libertad, si queremos reservarnos una parte de
nuestra vida, para que nos pertenezca sólo a nosotros. Pero es Dios
precisamente quien libera nuestra libertad, la libera de su cerrarse en
sí misma, de la sed de poder, de poseer, de dominar, y la hace capaz de
abrirse a la dimensión que la realiza en sentido pleno: la del don de
sí, del amor, que se hace servicio y colaboración.
La
fe nos hace habitar, vivir, pero también nos hace caminar por la senda
de la vida. En este sentido, la Santa Casa de Loreto conserva también
una enseñanza importante. Como sabemos, fue colocada en un camino. Esto
podría parecer algo extraño: desde nuestro punto de vista, de hecho, la
casa y el camino parecen excluirse mutuamente. En realidad, precisamente
este aspecto singular de la casa, conserva un mensaje particular. No es
una casa privada, no pertenece a una persona o a una familia, sino que
es una morada abierta a todos, que está, por decirlo así, en el camino
de todos nosotros. Así encontramos aquí en Loreto una casa en la que
podemos quedarnos, habitar y que, al mismo tiempo, nos hace caminar, nos
recuerda que todos somos peregrinos, que debemos estar siempre en
camino hacia otra morada, la casa definitiva, la Ciudad eterna, la
morada de Dios con la humanidad redimida (cf. Ap 21,3).
Todavía
hay otro punto importante en la narración evangélica de la Anunciación
que quisiera subrayar, un aspecto que no deja nunca de asombrarme: Dios
solicita el “sí” del hombre, ha creado un interlocutor libre,
pide que su criatura le responda con plena libertad. San Bernardo de
Claraval, en uno de sus más celebres sermones, casi “representa” la
expectación por parte de Dios y de la humanidad del “sí” de María,
dirigiéndose a ella con una súplica: «Mira, el ángel aguarda tu
respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió… Oh
Señora, da esta respuesta que esperan la tierra, los infiernos, e
incluso los cielos esperan. Así como el Rey y Señor de todos deseaba ver
tu belleza, así desea ardientemente tu respuesta positiva… Levántate,
corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el
consentimiento» (In laudibus Virginis Matris, Homilía 4,8: Opera omnia, edición cisterciense, 4 [1966], 53-54). Dios pide la libre adhesión de María para hacerse hombre. Cierto, el “sí”
de la Virgen es fruto de la gracia divina. Pero la gracia no elimina la
libertad, al contrario, la crea y la sostiene. La fe no quita nada a la
criatura humana, sino que permite su plena y definitiva realización.
Queridos
hermanos y hermanas, en este peregrinación, que vuelve a recorrer el
que realizó el beato Juan XXIII —y que tiene lugar providencialmente el
día en que se recuerda a san Francisco de Asís, verdadero “Evangelio viviente”—
quisiera encomendar a la Santísima Madre de Dios todas las dificultades
que vive nuestro mundo en búsqueda de serenidad y de paz, los problemas
de tantas familias que miran al futuro con preocupación, los deseos de
los jóvenes que se abren a la vida, los sufrimientos de quien espera
gestos y decisiones de solidaridad y amor. Quiero confiar también a la
Madre de Dios este tiempo especial de gracia para la Iglesia, que se
abre ante nosotros. Tú, Madre del “sí”, que has escuchado a
Jesús, háblanos de él, nárranos tu camino para seguirlo por la vía de la
fe, ayúdanos a anunciarlo para que cada hombre pueda acogerlo y llegar a
ser morada de Dios. Amén.
Vatican.va / Almudí
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