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domingo, 19 de abril de 2020

El día del Señor: 2º domingo de Pascua

Celebramos la fiesta de la Divina Misericordia, fiesta establecida por San Juan Pablo II hace 20 años. Una fiesta pedida por Jesús a una monja polaca, Faustina Kowalska en el siglo XX. Cristo le dijo que "la humanidad no encontrará la paz hasta que se dirija a la fuente de mi misericordia".

En este día finaliza la octava de Pascua.

Somos los depositarios del mensaje de esperanza más grande dirigido a la Humanidad: ¡Cristo ha Resucitado! Un hombre ha vuelto a la vida después de muerto y ha sido visto por sus discípulos. 

El escepticismo que hoy puede provocar esta noticia que la Iglesia proclama en este Tiempo Pascual, no es mayor que el que despertó en el grupo de los primeros testigos del Resucitado.

El caso de Tomás es, tal vez, el más claro. Él exige ver y tocar. Los Apóstoles sólo se rindieron -como Tomás- ante la evidencia de las repetidas apariciones y las seguridades ofrecidas por el Señor que les decía: “Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que Yo tengo”. 

Tememos ser engañados y no damos fácilmente nuestro asentimiento cuando la noticia desborda nuestra experiencia cotidiana. Esto es bueno. “La incredulidad de Tomás ha sido más provechosa para nuestra fe que la fe de los discípulos creyentes” (S. Gregorio Magno).
La resurrección de un hombre muerto y enterrado es, sin duda, uno de los hechos más pasmosos que refieren los evangelistas. Es comprensible la actitud de Tomás. Jesús, que quiere confirmar en la fe a los suyos, invita a Tomás, con cariñosa ironía, que realice la exploración que exige. 
La inicial negativa a creer da paso a una explosiva confesión tanto de la divinidad como de la humanidad de Jesús: “¡Señor mío y Dios mío!” Pero Jesús replicó: Tú has creído, Tomás, porque has visto. Dichosos los que sin ver creyeren. Tu fe no es pura, viene a decirle el Señor; es de poca calidad. 
A la lista de las Bienaventuranzas que recoge Mateo, habría que añadir esta otra que nos ha guardado Juan y que va dirigida a todos los que hemos creído en Jesucristo sin verle. “Dichosos los que sin haber visto creyeron”. Aquí estamos nosotros recogiendo esta alabanza que viene de Dios y que elogia algo tan humano: la confianza. ¡Si tú me lo dices, lo creo! ¡Qué humano es esto! Es lo que Jesús espera de nosotros, que le creamos.
En este tiempo de pandemia la humanidad ha perdido la esperanza. En pocas semanas, la gran quimera de un mundo materialista que se creía todopoderoso parece haberse hundido. He aquí que un virus microscópico, ha puesto de rodillas a este mundo que se contemplaba a sí mismo ebrio de autosatisfacción porque se creía invulnerable. 
La economía se ha deteriorado considerablemente y las bolsas caen. Hay fracasos por doquier. Henos aquí, confinados por un virus del que nos sabemos casi nada. El término epidemia había sido superado, era un término medieval. De repente, se ha convertido en nuestra cotidianidad (cardenal Sarah)
La esperanza de esta humanidad doliente es Jesucristo resucitado. Como a Tomás, nos busca para que recuperemos la fe y la esperanza. Es hora de rezar y, desde nuestra cuarentena, hacer todo el bien que podamos para ayudar a los moribundos, a los enfermos, a sus familias, a todos. 
Es hora de descubrir esos otros virus (materialismo, consumismo, hedonismo...) que atenazan nuestro corazón. Es hora de acudir, al menos con el corazón al Resucitado que nos acompaña desde el sagrario más próximo para que cure nuestro corazón y derrame sobre nosotros su misericordia.

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