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domingo, 26 de abril de 2020

El día del Señor: 3º domingo de Pascua

En este tiempo de pandemia Jesús se acerca a nosotros para ayudarnos. Quiere sacarnos de nuestro pesimismo y desaliento como hizo con los discípulos de Emaús. Vamos a contemplar ese encuentro de los discípulos con el Resucitado.
¿Qué fue lo que motivó que el desengaño y la sensación de fracaso de los discípulos de Emaús -y de los creyentes o de los alejados hoy de la comunión eclesial representados en ellos- fuera substituido por un entusiasmo que les llevó a suplicar: “Quédate con nosotros Señor”?
Cuando Jesús se acerca a estos dos que se vuelven a sus casas, abandonando tal vez la aventura divina a la que fueron convocados, no le reconocen porque la tristeza les embarga. En la trágica tarde del Viernes Santo quedaron enterradas sus esperanza mesiánicas; y ni las noticias de las mujeres asegurando que el Señor ha resucitado ni la confirmación de las mismas por parte de algunos del grupo, han logrado avivar la esperanza. Están decepcionados y tristes.

Cristo, tras censurar su ignorancia sobre lo que anunciaron los profetas y su resistencia a creer a quienes le han visto, les fue explicando, partiendo de Moisés, la conveniencia y el sentido de los trágicos sucesos de la Pasión. Invitado a sentarse a la mesa con ellos porque el día declina, al partir el pan, se les abrieron los ojos y le reconocieron. Previamente, por el camino, las explicaciones del Señor iban encendiendo en ellos la fe y el amor. “Pan y Palabra, Hostia y Oración, si no, no tendrás vida sobrenatural” (S. Josemaría Escrivá).
Cristo Resucitado sigue presente entre nosotros, camina a nuestro lado, está en medio de nosotros; “sobre todo en la acción litúrgica... Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla... Por tanto, de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo” (C. Vat. II. S. C. nn 7 y 10).
“Se volvieron a Jerusalén, donde estaban reunidos los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor”. La comunión eclesial se ha restablecido y todos se intercambian sus propias experiencias. Nosotros debemos meditar una y otra vez esa Palabra de Dios que resuena con autoridad en la Iglesia y acudir con la frecuencia que nos sea posible a la Eucaristía.
¿No podríamos nosotros buscar unos minutos al día de modo habitual para meditar sosegadamente esa Palabra de Dios leyendo el Santo Evangelio, y haciendo nuestras aquellas estrofas del libro de la Sabiduría: “la preferí a los cetros..., no la comparé a las piedras preciosas porque todo el oro ante ella es como un grano de arena”? (Sap 7,8-10 y 14). ¿Es para mí su lectura una conversación personal con Jesucristo? ¿Me acerco al Señor, presente en la Eucaristía, con la confianza de quienes le trataron en su tiempo?
¡Ir a verle y oírle en la Eucaristía y en la Palabra, como ciegos, enfermos... en el plano espiritual! ¡Acudir cada día, y no de refilón, sin prisas, para oír de sus labios esas palabras que le encadenan a uno para siempre y sentir la seguridad y confianza que emanan de su Persona!
El Señor nos dará la clave para afrontar con entereza y sentido cristiano la pandemia que sufrimos. Y nos animará a transmitir a los demás la esperanza que nos concede.
Lectura del santo evangelio según san Lucas 24, 13-35
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo:
—«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?».
Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó:
—«¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?».
Él les pregunto:
—«¿Qué?»..
Ellos le contestaron:
—«Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron».
Entonces Jesús les dijo:
—«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo:
—«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció.
Ellos comentaron:
—«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
—«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón».
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

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