Celebramos la fiesta cristiana más importante del año. “Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así pues, celebremos la Pascua del Señor” (1).
Resuena en este día gozoso la exclamación de san Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura, tomada de la primera Carta a los Corintios. Un texto que se remonta a veinte años apenas después de la muerte y resurrección de Jesús y que, no obstante, contiene en una síntesis impresionante la plena conciencia de la novedad cristiana.
Resuena en este día gozoso la exclamación de san Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura, tomada de la primera Carta a los Corintios. Un texto que se remonta a veinte años apenas después de la muerte y resurrección de Jesús y que, no obstante, contiene en una síntesis impresionante la plena conciencia de la novedad cristiana.
La Pascua judía, memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto, prescribía el rito de la inmolación del cordero, un cordero por familia, según la ley mosaica. En su pasión y muerte, Jesús se revela como el Cordero de Dios «inmolado» en la cruz para quitar los pecados del mundo.
La Resurrección gloriosa del Señor es la clave para interpretar toda su vida, y el fundamento de nuestra fe. Sin esa victoria sobre la muerte, dice San Pablo, toda predicación sería inútil y nuestra fe vacía de contenido (2). Además, en la Resurrección de Cristo se apoya nuestra futura resurrección. Porque Dios, rico en misericordia, movido del gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por el pecado, nos dio vida juntamente con Cristo... y nos resucitó con Él (3). La Pascua es la fiesta de nuestra redención y, por tanto, fiesta de acción de gracias y de alegría.
Cristo vive. El credo nos enseña que Cristo por su propio poder unió su alma a su cuerpo, para nunca más morir. Es de advertir que los demás muertos resucitaron por el poder de Cristo, éste resucitó por su propia virtud. Señala también el catecismo la conveniencia de que resucitase al tercer día; pues si hubiera resucitado antes, su muerte no hubiera quedado comprobada, así como tampoco su Resurrección, prueba de su divinidad.
El misterio que contemplamos hoy es la verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesucristo no es un personaje más de la historia cuyo recuerdo se pierde con el transcurso de los siglos. El Señor, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte.
Cristo vive. Su Resurrección nos revela que Dios no nos abandona. Se cumple ese requiebro amoroso del Señor en el libro de Isaías: “¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, yo no me olvidaré de ti” (4).
Los Apóstoles son plenamente conscientes de la importancia de este milagro. Por eso serán, ante todo, testigos de la Resurrección de Jesús (5). Anunciarán que Cristo vive, y éste será el núcleo de toda su predicación. Así lo expresa San Juan: “lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida …, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (6).Esto es lo que, después de veinte siglos, anunciamos ahora: ¡Cristo vive! La Resurrección es el argumento supremo de la divinidad de Nuestro Señor.
Después de resucitar por su propia virtud, Jesús glorioso fue visto por los discípulos, que pudieron cerciorarse de que era Él mismo: pudieron hablar con Él, le vieron comer, comprobaron las huellas de los clavos y de la lanza... Los Apóstoles declaran que se manifestó con numerosas pruebas (7), y muchos de estos hombres murieron testificando esta verdad.
Jesucristo vive. Y esto nos colma de alegría el corazón. "Se apareció a su Madre Santísima. -Se apareció a María de Magdala, que está loca de amor. -Y a Pedro y a los demás Apóstoles. -Y a ti y a mí, que somos sus discípulos y más locos que la Magdalena: ¡que cosas le hemos dicho!
"Que nunca muramos por el pecado, que sea eterna nuestra resurrección espiritual. -Y (...) has besado tú las llagas de sus pies..., y yo más atrevido -por más niño- he puesto mis labios sobre su costado abierto" (8).
“Está claro que este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser, en el fondo, indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí.
Pero, ¿cómo ocurre esto? ¿Cómo puede llegar efectivamente este acontecimiento hasta mí y atraer mi vida hacia Él y hacia lo alto? La respuesta, en un primer momento quizás sorprendente pero completamente real, es la siguiente: dicho acontecimiento me llega mediante la fe y el Bautismo. Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual, como se subraya también en esa celebración con la administración de los sacramentos de la iniciación cristiana a algunos adultos de diversos países.
El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida.”(9)
“En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a El por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!
Instaurare omnia in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Efeso [10]; informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum [11], cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura. (12)
El Señor ha culminado con su misterio pascual la salvación de todos los hombres. La alegría de su Resurrección nos llena de esperanza y nos ayuda a entender la afirmación de San Pablo: “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (13). El Señor no nos abandona, nos acompaña siempre y nos hace entender que, como resucitó Él, lo haremos nosotros. También nos tranquiliza y nos invita a ver el mundo actual, con sus luces y sombras, con la visión sobrenatural que solo Él tiene.
Entendemos la reacción esperanzada del cardenal Newman cuando contemplaba, a mediados del siglo XIX, la ciudad de Londres: “Dame Señor diez santos, diez cristianos consecuentes, y convertiré Londres”.
Pensemos en el encuentro del Resucitado con los discípulos de Emaús. Con nuestro seguimiento sincero a Cristo, buscando la santidad cristiana en nuestras tareas ordinarias, debemos hacer arder el corazón de los demás con el fuego del Resucitado que llevamos en el corazón.
Se cuenta que Santo Tomás de Aquino, cada año en esta fiesta, aconsejaba a sus oyentes que no dejaran de felicitar a la Virgen por la Resurrección de su Hijo (14). Es lo que hacemos nosotros, comenzando hoy a rezar el Regina Coeli, que ocupará el lugar del Angelus durante el tiempo Pascual: Alégrate, Reina del cielo, ¡aleluya!, porque Aquel a quien mereciste llevar dentro de ti ha resucitado, según predijo... Y le pedimos que nosotros resucitemos en íntima unión con Jesucristo. Hagamos el propósito de vivir este tiempo pascual muy cerca de Santa María.
(1) 1 Co 5,7-8
(2) Cfr. 1 Cor 15, 14-17
(3) Ef 2, 4-6.
(4) Is 49, 14-15
(5) Cfr. Hech 1, 22, 2, 32, 3, 15, etc.
(6) Jn 1, 1-3
(7) Hech 1, 3
(8) San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, primer misterio glorioso
(9) Benedicto XVI, Homilía, 15.04.2006
(10) Ef 1, 10
(11) Jn 12,32
(12) San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, nn. 104-105
(13) Rom. 8, 31
(14) Cfr. Fr. J. F. P., Vida y misericordia de la Santísima Virgen, según los textos de Santo Tomás de Aquino, Segovia 1935, pp. 181-182.
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://lacrestadelaola2028.blogspot.com
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