A sus 91 años, el ex secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, ha publicado World Order: Reflections on the Character of the Nations and the Curse of History (Allen Lane, 2014). Es un libro en que vuelve a sus orígenes académicos de especialista y admirador del congreso de Viena y del concierto europeo de potencias.
La obra parte del presupuesto de que un sistema internacional basado en el equilibrio de las potencias sirvió para alcanzar la estabilidad, que no la paz –pues siguieron produciéndose revoluciones y conflictos localizados– durante casi un siglo. Estamos, sobre todo, ante un libro de historia y de geopolítica, aunque también hay referencias e intentos de prospectiva.
Nuevos actores
Pero la obra no es solo una reflexión sobre si el modelo de directorio y equilibrio de potencias europeas de hace dos siglos es aplicable al mundo de hoy. Kissinger reitera que cada potencia ha intentado crear su particular orden mundial. Lo ideal sería un orden cooperativo de Estados observantes de las mismas reglas y procedimientos, dotados de sistemas económicos liberales, y no de capitalismos de Estado, y que aceptaran una serie de principios como el respeto de las soberanías estatales y el fomento de los sistemas de gobierno democráticos. Pero la realidad de nuestro mundo es la de la inestabilidad regional con sus secuelas de proliferación de armas de destrucción masiva, desintegración de los Estados, masacres, degradación medioambiental…
Esos retos hacen necesario un cierto orden mundial, que no puede construirse a lo largo de tres siglos como el sistema de la paz de Westfalia, imperante en Europa hasta las vísperas de la II Guerra Mundial. Aquel sistema partía del postulado de que una potencia no podía imponerse sobre las otras y que había que acomodarse a la realidad, lo que explica su triunfo después de las estériles luchas político-religiosas de la Guerra de los Treinta Años.
Poder y moral
Esto vuelve a plantearnos el eterno dilema moral que subyace a cualquier concepción del orden mundial: el del poder y la legitimidad. El poder sin dimensión moral está abocado el fracaso; pero nuestro autor, como buen realista político, recuerda que una defensa a ultranza de principios morales, que olvide el principio de equilibrio entre las potencias, solo puede llevar a un país como EE.UU. a cruzadas ideológicas de amargo resultado en Vietnam, Afganistán e Irak.
La política internacional tampoco responde a combinaciones de tablero de billar sino que debe tener en cuenta la historia, las instituciones, los rasgos nacionales o culturales definitorios. Es lo que Kissinger reprocha a los neoconservadores del entorno de George W. Bush: el universalismo, por muy democrático que pretenda ser, tiene unos límites si no se ajusta a la realidad. La Historia no se puede modelar a gusto de cada uno. De hecho, el autor comparte con Burke la idea de que la política es el arte de lo posible y considera que es mejor elaborar un plan adecuado y realista que dejarse llevar por el entusiasmo de las ideas abstractas, tal y como hicieron los revolucionarios franceses. Metternich, restaurador del orden europeo tras las guerras napoleónicas, habría estado de acuerdo.
A estas alturas, Kissinger está de vuelta de esa filosofía de corte hegeliano que trata de descubrir un supuesto mecanismo de la Historia; pero tampoco cree en la paz perpetua, resultado de una federación universal de repúblicas, preconizada por Kant y que se tradujo en el siglo XX en la aparición de organizaciones universales y regionales. A este respecto, Metternich representaba un realismo que tenía en cuenta los intereses de los otros Estados, por encima de las diferencias ideológicas. En cambio, Bismarck, que rompió el equilibrio europeo con la unificación de Alemania, tuvo en cuenta, por encima de todo, el interés nacional.
La conclusión que podemos sacar del libro es que surgirá en algún momento un nuevo orden internacional en el siglo XXI, pero probablemente no se base en modelos históricos del pasado. A Kissinger le bastaría con modernizar el sistema de Westfalia, aunque no será fácil en un escenario en el que los líderes solo pretenden soluciones a corto plazo y carecen de un entendimiento profundo de la historia y la geografía, aunque estas siguen siendo de gran utilidad en esta era de nuevas tecnologías.
Aceprensa
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