Adorar a Dios es la actitud que engrandece al hombre. Así lo explica el Prelado en su carta de junio, en la que profundiza en el valor de la Eucaristía.
Inicia su carta Mons. Javier Echevarría con un texto de Benedicto XVI en el que explicaba, en el año 2005, a niños que se preparaban para recibir la primera Comunión, el significado de la adoración a Dios: «La adoración —decía— es reconocer que Jesús es mi Señor, que Jesús me señala el camino que debo tomar, me hace comprender que sólo vivo bien si conozco el camino indicado por Él, sólo si sigo el camino que Él me señala. Así pues, adorar es decir: "Jesús, yo soy tuyo y te sigo en mi vida; no quisiera perder jamás esta amistad, esta comunión contigo". También podría decir que la adoración es, en su esencia, un abrazo con Jesús, en el que le digo:" Yo soy tuyo y te pido que Tú también estés siempre conmigo"».
He recogido este texto, continúa el Prelado, porque, en la sencillez de la respuesta, se manifiesta el significado esencial de la actitud que, en cuanto criaturas, debemos a nuestro Creador. Pienso que también podría constituir el denominador común de las fiestas que celebraremos en las próximas semanas: un espíritu de adoración y de agradecimiento al Señor, por los bienes que nos ha concedido y nos concede.
En relación con este significado de adoración, recuerda Mons. Echevarría la reciente festividad de la Visitación: En las palabras dirigidas por Santa Isabel a la Madre de Dios, que llevaba a Jesucristo en su purísimo seno, descubrimos un acto de adoración profunda al Verbo encarnado. Meses después, Jesús recibió el homenaje de unos sencillos pastores y de unos hombres cultos, que acudieron a Belén con el objetivo de postrarse ante el Rey de los judíos (…).
Unos grandes de la tierra se postran y adoran a ese Niño, porque la luz interior de la fe les ha hecho reconocer a Dios mismo. Por contraste, el pecado –sobre todo el mortal– es precisamente lo contrario: no querer reconocer a Dios como Dios, no querer postrarse ante Él, intentar –como Adán y Eva en el Paraíso terrenal– ser como dioses, conocedores del bien y del mal. Nuestros primeros padres aspiraron, en su soberbia, a una autonomía completa de Dios; tentados por satanás, no quisieron reconocer la supremacía de su Creador ni su amor de Padre. Ésta es la desgracia más grande de la humanidad, del hombre y la mujer de todos los tiempos…
Es una tragedia, afirma, que se presenta con contornos netos en la sociedad actual, al menos en gran parte del mundo. No pretendo cargar las tintas, ni soy pesimista; al contrario: es un hecho que no podemos dejar de reconocer y que nos ha de animar a propagar la alegría de la Verdad. Insisto: el sentido de la adoración se ha perdido en grandes estratos de los países, y los cristianos consecuentes –con optimismo sobrenatural y humano– estamos convocados a reavivar en las demás personas esa actitud, la única congruente con la auténtica condición de las criaturas. Si las gentes no adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la historia: el poder, el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza...; sin percatarse de que todo eso, desvinculado de su fundamento último que es Dios, se esfuma: «La criatura sin el Creador desaparece», dice lapidariamente el Concilio Vaticano II. Por eso, en la tarea de la nueva evangelización, resulta de primera importancia ayudar a quienes conviven con nosotros a redescubrir la necesidad y el sentido de la adoración…
Citando unas palabras de San Josemaría, en Forja: «Que tu oración sea siempre un sincero y real acto de adoración a Dios», afirma: ¡Cuántos momentos de adoración encontramos a lo largo de la jornada, si los vivimos conscientemente! Desde el ofrecimiento de obras por la mañana hasta el examen de la noche, todo nuestro día puede y debe convertirse en oración, en un homenaje a nuestro Dios.
Se refiere a la Santa Misa ante todo, como un acto de adoración a la Trinidad Santísima, por medio de Jesucristo y en unión con Él (…) Cada uno de vosotros, hijas e hijos míos, ha de buscar su modo personalísimo de ponerse activamente en presencia de Dios a lo largo de las horas, y manifestarle su homenaje filial, y recuerda que este año, en muchos lugares, la solemnidad del Corpus Christi se celebra el 26 de junio, fiesta litúrgica de San Josemaría. Me colma de gozo esta coincidencia, pues nuestro Padre estuvo locamente enamorado de la Sagrada Eucaristía. Os recomiendo que en esa fecha –o el jueves anterior, en los lugares donde el Corpus se celebra ese día–, con continuidad, y especialmente si podéis asistir a la procesión eucarística, viváis esa gran celebración muy unidos al modo de hacer de nuestro Fundador, que en el Cielo adora permanentemente a la Humanidad Santísima de Jesús.
Recuerda que el próximo día 25 se conmemora un nuevo aniversario de la ordenación de los tres primeros sacerdotes de la Obra, quienes no tuvieron inconveniente en dejar de lado un presente y un futuro muy prometedores en el ámbito de su profesión civil, para seguir la voz de Dios, que les llamó al sacerdocio por medio de nuestro Fundador. No fue para ellos ningún sacrificio, en el sentido que habitualmente se da a este término, como una prestación costosa; con prontitud y alegría, respondieron a esta nueva llamada divina, sabiendo que era otro modo de servir a Dios, a la Iglesia y a las almas, con la misma entrega que los demás fieles de la Obra (…) y pide oraciones para que este espíritu se conserve intacto en la Prelatura del Opus Dei, de modo que podamos disponer de los sacerdotes necesarios para el desarrollo de la labor apostólica; y para que en todas y en todos sea muy fuerte el peso santo del alma sacerdotal y también para que lleguen en todo el mundo, en la Iglesia entera, numerosos jóvenes y hombres maduros que sigan el camino del presbiterado, dóciles a la voz del Buen Pastor.
Termina su Carta pidiendo oraciones por sus intenciones y por el viaje del Santo Padre a Croacia.
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