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domingo, 13 de septiembre de 2015

EL DÍA DEL SEÑOR: DOMINGO 24 DEL T.O. (B)

Caminando hacia la aldea de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a los suyos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos contestan repitiendo las distintas opiniones que circulaban entre el pueblo: un gran profeta, un Elías... En nuestros días menudean también diversas opiniones sobre Jesucristo que oscilan desde alguien que tuvo un singular poder de Dios, hasta quienes no saben no contestan, como en las encuestas, pasando por las más peregrinas afirmaciones.
Jesús se dirigió a ellos y les dijo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” Pedro, con su respuesta, no expresa una opinión, sino una profesión de fe cuyo explícito sentido recoge el Evangelio de Mateo (16, 16-17).
Con todo, al afirmar Pedro que Él era el Mesías, les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirles sobre el verdadero papel del Mesías. Esta enseñanza que incluía el ser condenado y ejecutado por los sumos sacerdotes y el contraste entre los prodigios que veían realizar a Cristo y la advertencia de un final espantoso les resultaban incomprensibles. Tomando Pedro a Jesús, en un aparte, se permitió reprenderle escandalizado. Pero fue el Señor quien se incomodó violentamente y le dijo: “¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios”.

¡Pedro se debió quedar helado! Y es que el Reino de Dios no es como los de este mundo. Nos equivocaríamos si creyéramos que seguir a Cristo nos protege del dolor y los sinsabores que la vida cristiana lleva consigo. No busquemos nunca a Cristo sin la Cruz, si no queremos tropezarnos con esas cruces sin Cristo que no libran del sufrimiento y la fatiga humana, y carecen de un valor corredentor.”Cargar con la Cruz es algo grande, grande... Quiere Decir afrontar la vida con coraje, sin blanduras ni vilezas; quiere decir transformar en energía moral las dificultades que nuca faltarán en nuestra existencia” (Pablo VI).
Se engañaría quien pensara que vivir cristianamente es algo cómodo, de una pasividad benevolente, como si se tratara de una religión de agua y miel. Pero se engañaría aún más quien considerara que es un modo de amargarse la vida. El verdadero cristiano es una persona fuerte pero no dura. Comprensiva pero no débil, de una gran seriedad religiosa. La alegría, la libertad, la paciencia, la generosidad, la laboriosidad, la paz, son las compañeras de su camino cuando se deja conducir por el Espíritu de Jesucristo.

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