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domingo, 7 de agosto de 2011

EL DÍA DEL SEÑOR

  
   En nuestros días, los enemigos de la Iglesia o quienes no la conocen bien, no se preocupan ya de ocultar sus intenciones: se intenta construir una sociedad sin Dios. Mareados, como los discípulos en la barca, por tanta información interesada, la Iglesia y su doctrina aparecen a los ojos de muchos en esas imágenes como algo fantasmal, un espectro inquietante. Es preciso que en medio de ese oleaje y del ruido de esos vientos contrarios que nos infunden temor, individuemos la voz tranquilizadora de Jesús: “¡Ánimo, soy Yo, no tengáis miedo!”

    El evangelio de este domingo posee una gran riqueza espiritual. Es de noche. La barca de Pedro peligra por el fuerte oleaje y un viento que le es contrario. El miedo se apodera de todos los que van en ella. El Señor aparece caminando sobre el peligro y creen que se trata de una ilusión. Pedro, que ha pedido a Jesús ir hasta Él, se hunde al ver la fuerza del viento y la agitación del mar y grita pidiendo ayuda. Jesús le reprocha su falta de fe. Al subir el Señor a la barca viene la calma y ellos, adorándolo, confiesan su divinidad.

   Fijémonos, en primer lugar, en Pedro. El apóstol dejó de mirar a Jesús y se fijó más en las dificultades que le rodeaban, y al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó. Olvidó por un momento que la fuerza que le sostenía en medio del agua no dependía de las circunstancias, sino de la voluntad del Señor, que domina el cielo y la tierra, la vida y la muerte, la naturaleza, los vientos, el mar... Pedro comenzó a hundirse, no por el estado de la mar, sino por la falta de confianza en Quien todo lo puede. Y gritó a Jesús: ¡Señor, sálvame! Y enseguida, Jesús, extendiendo la mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Cristo es el asidero firme al que debemos agarrarnos en momentos de debilidad o de cansancio, cuando veamos que nos hundimos. ¡Señor, sálvame!, le diremos con fuerza en nuestra oración.

   A veces, el cristiano deja de mirar a Jesús y se fija en otras cosas que alejan de Dios y le ponen en peligro de perder pie en su vida de fe y de hundirse, si no reacciona con prontitud. Desde el momento en que alguien comience a no ver clara su fe o la vocación recibida de Dios, «que se examine con lealtad. No dejará de descubrir que desde algún tiempo su vida de piedad está un tanto relajada, la oración es más rara o menos atenta, y es menos exigente consigo mismo. ¿No renueva un pecado cuya gravedad se oculta a sí mismo deliberadamente? De seguro que ya no reprime con la misma energía sus pasiones, si es que no consiente con complacencia en alguna de ellas. Un resentimiento que se fomenta contra otro, una cuestión de interés en que nuestra honradez no es total, una amistad demasiado absorbente, o sencillamente el despertar de bajos instintos que no se rechazan con bastante prontitud, no hace falta más para que se levanten nubes entre Dios y nosotros. Y la fe se oscurece» (1). Cabe el peligro entonces de achacar esa situación culpable a las circunstancias externas, cuando el mal está más bien en el propio corazón.

   Para salir a flote, Pedro sólo tuvo que asir la fuerte mano del Señor, su Amigo y su Dios. Aunque poco, algo tuvo que poner el discípulo de su parte. Es la colaboración de la buena voluntad que siempre nos pide Dios. «Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia, cuando les llama con una vocación específica, es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que Él nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad» (2).

   Ese pequeño esfuerzo que el Señor pide a sus discípulos de todos los tiempos para sacarlos a flote de una mala situación puede ser muy diverso: intensificar la oración; ser más sinceros y dóciles en la dirección espiritual; remover una mala ocasión; obedecer con prontitud y docilidad de corazón; poner, junto a la oración, unos medios humanos que están a nuestro alcance, aunque sean muy pequeños... Junto a Cristo se ganan todas las batallas, pero debemos tener una confianza sin límites en Él. «Reza seguro con el Salmista: "¡Señor, Tú eres mi refugio y mi fortaleza, confío en Ti!"
»Te garantizo que Él te preservará de las insidias del "demonio meridiano" -en las tentaciones y... ¡en las caídas!-, cuando la edad y las virtudes tendrían que ser maduras, cuando deberías saber de memoria que sólo Él es la Fortaleza» (3).

   Pensemos ahora en la Iglesia. A lo largo de su dilatada historia, ha vivido etapas en que los vientos no le eran favorables. En nuestros días, los enemigos de la Iglesia o quienes no la conocen bien, no se preocupan ya de ocultar sus intenciones: se intenta construir una sociedad sin Dios. Para ello, no se ahorran esfuerzos y así nos vemos sometidos a un bombardeo audiovisual que hace que sean los ojos y no la razón iluminada por la fe, los que certifiquen lo que es o no es verdad. La prueba gráfica se presenta como irrefutable para muchos, cuando es un material manipulable y del que deberíamos desconfiar o, al menos, no aceptar sin contrastarlo. Mareados, como los discípulos en la barca, por tanta información interesada, la Iglesia y su doctrina aparecen a los ojos de muchos en esas imágenes como algo fantasmal, un espectro inquietante.
Es preciso que en medio de ese oleaje y del ruido de esos vientos contrarios que nos infunden temor, individuemos la voz tranquilizadora de Jesús: “¡Ánimo, soy Yo, no tengáis miedo!” “La Iglesia, enseña S. Agustín, camina entre las persecuciones de los mundanos y los consuelos de Dios”. No olvidemos que el Señor contempla esa brega nocturna de su Iglesia en medio del temporal de tantos apasionamientos ideológicos, culturales, políticos, sociales..., contrarios a su rumbo. 

   Dentro de unos días se celebrará la JMJ2011. La voz del Papa resonará cariñosa y fuerte ante millón y medio de jóvenes para infundirles la fe, la esperanza y la alegría que trae Jesús. Recordemos sus palabras: «Quien deja entrar a Cristo en la propia vida no pierde nada, nada —absolutamente nada— de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren de par en par las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y le que nos libera» (4).

                Juan Ramón Domínguez

(1) G. CHEVROT, Simón Pedro, Rialp, 14ª ed.
(2) San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 17.
(3) IDEM, Forja, n. 307
(4) Benedicto XVI, (Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino, 24 abril 2005).

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