Domingo 20 del tiempo ordinario (ciclo A)
En el Evangelio de la Misa (1), San Mateo nos dice que Jesús se retiró con sus discípulos a la región de Tiro y Sidón. Pasó de la ribera del mar de Galilea a la del Mediterráneo. Allí se le acercó una mujer gentil, perteneciente a la antigua población de Palestina -el país de Canaán- donde se asentaron los israelitas. Y a grandes voces le decía: ¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! ¡Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio! El evangelista consigna que Jesús, a pesar de los gritos de la mujer, no respondió palabra. Este primer encuentro tuvo lugar, según indica San Marcos, en una casa, y allí la mujer se postró a sus pies (2). El Señor, aparentemente, no le hizo el menor caso.
Después, Jesús y sus acompañantes debieron de salir de la casa, pues San Mateo escribe que los discípulos se le acercaron para decirle: Atiéndela para que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros. La mujer persevera en su clamor, pero Jesús se limita a decirle: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de Israel. Esta madre, sin embargo, no se dio por vencida: se acercó y se postró ante Él diciendo: ¡Señor, ayúdame! ¡Cuánta fe!, ¡cuánta humildad!, ¡qué interés tan grande en su petición! Jesús le explica mediante una imagen que el Reino había de ser predicado en primer lugar a los hijos, a quienes componían el pueblo elegido: No está bien -le dice- tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. Pero la mujer, con profunda humildad, con fe sin límites, con una constancia a toda prueba, no se echó atrás: Es verdad, Señor -le contesta-, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos. Se introduce en la parábola, conquista el Corazón de Cristo, provoca uno de los mayores elogios del Señor y el milagro que pedía: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres. Y quedó sana su hija en aquel instante. Fue el premio a su perseverancia.
¿Para qué sirve rezar?, escuchamos a veces decir a algunos al ver que los males no se solucionan. El evangelio de hoy nos enseña que si el Señor no nos concede siempre lo que le pedimos no quiere decir que no nos haya oído. Es éste un error frecuente. Querer que Dios ejecute nuestros deseos no sería pedir sino mandar. ¿Y qué pedimos la mayoría de las veces? El alejamiento del dolor, el éxito fácil, la solución rápida de un problema. Y nuestro Padre Dios, que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, deja que los acontecimientos sigan su curso porque de ellos se derivará un bien mayor para nosotros.
Dios es Padre, infinitamente Padre, es la Bondad y la Sabiduría eterna y nos ama más de lo que nos amamos a nosotros mismos; nos conoce mejor de lo que nos conocemos y, en consecuencia, da siempre lo que más nos conviene aunque no lo entendamos así. Unas veces nos dirá como a esta mujer: “que te suceda como tú deseas”; y, otras, como a sus discípulos Santiago y Juan: “no sabéis lo que pedís” (Mt 20,22). Pero tanto en una ocasión como en la otra, nos ha escuchado. “Me invocaréis y Yo os oiré” (Is 58,9).
“La oración alimenta la esperanza, nos dice el Papa, porque nada expresa mejor la realidad de Dios en nuestra vida que orar con fe. Incluso en la soledad de la prueba más dura, nada ni nadie pueden impedir que nos dirijamos al Padre «en lo secreto» de nuestro corazón, donde sólo él «ve», como dice Jesús en el Evangelio (cf. Mt 6, 4. 6. 18)” (3)
Dios oye de modo especial la oración de quienes saben amar; aunque alguna vez parezca que guarda silencio. Espera a que nuestra fe se haga más firme, más grande la esperanza, más confiado el amor. Quiere de todos nosotros un deseo más ferviente -como el de las madres buenas- y una mayor humildad.
Juan Ramón Domínguez
(1) Mt 15, 21-28
(2) Mc 7, 24-25
(3) Benedicto XVI, homilía 6-2-2008
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