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domingo, 4 de noviembre de 2012

EL DIA DEL SEÑOR: DOMINGO 31 DEL TIEMPO ORDINARIO

    Los textos de la Misa nos muestran la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y a la vez la perfección y la novedad de éste. En la Primera lectura vemos ya enunciado con toda claridad el Primer mandamiento: Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Era un pasaje muy conocido por todos los judíos, pues lo repetían dos veces al día, en las plegarias de la mañana y de la tarde.

   En el Evangelio (Mc 12, 28-34) leemos cómo un doctor de la Ley le hace una pregunta llena de sinceridad al Señor. Este doctor había oído el diálogo de Jesús con los saduceos y había quedado admirado de su respuesta. Esto le movió a conocer mejor las enseñanzas del Maestro: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?, le pregunta. Y Jesús, a pesar de las duras acusaciones que lanzará contra los fariseos y los escribas, se detiene ahora ante este hombre que parece querer conocer sinceramente la verdad. 


   Al final del diálogo, incitándole a dar un paso más definitivo ante la conversión, tendrá para él una palabra alentadora: No estás lejos del Reino de Dios, le dirá. Jesús se detiene siempre ante toda alma en la que se inicia el más pequeño deseo de conocerle. Ahora, pausadamente, el Señor le repite las palabras del texto sagrado: Escucha Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...

   Éste es el primero de los mandamientos, resumen y culminación de todos los demás. Pero, ¿en qué consiste este amor? El Cardenal Luciani -que más tarde sería Juan Pablo I-, comentando a San Francisco de Sales, escribía que «quien ama a Dios debe embarcarse en su nave, resuelto a seguir la ruta señalada por sus mandamientos, por las directrices de quien lo representa y por las situaciones y circunstancias de la vida que Él permite». Y recuerda un diálogo figurado con Margarita, esposa de San Luis rey de Francia, cuando estaba a punto de embarcarse para las Cruzadas. Ella desconocía dónde iba el rey y no tenía el menor interés por visitar los lugares donde tendría que hacer escala; tampoco le importaban demasiado los peligros que seguramente surgirían. La reina sólo tenía interés en un asunto: estar con el rey. «Más que ir a ningún sitio, yo le sigo a él».

«Ese rey es Dios, y Margarita somos nosotros si de veras amamos a Dios». ¿Qué interés puede tener estar aquí o allí si estamos con Dios, al que amamos sobre todas las cosas? ¿Qué puede importar estar sanos o enfermos, ser ricos o pobres...? Sólo Él basta: el lugar donde estemos, el dolor que podamos sufrir, el éxito o el fracaso, no sólo tienen un valor siempre relativo, sino que nos han de ayudar a amar más. Bien podemos seguir el consejo de la Santa: «Nada te turbe,// nada te espante,//todo se pasa,// Dios no se muda,// la paciencia todo lo alcanza;// quien a Dios tiene// nada le falta:// sólo Dios basta».

El amor pide obras: confianza de hijos, cuando no acabamos de entender los acontecimientos; acudir a Él siempre, todos los días, y especialmente cuando nos sintamos más necesitados; agradecimiento alegre por tanto don como recibimos; fidelidad de hijos, allí donde nos encontremos... «En el castillo de Dios tratemos de aceptar cualquier puesto: cocineros o fregones de cocina, camareros, mozos de escuadra, panaderos. Si al Rey le place llamarnos a su Consejo privado, allí iremos, pero sin entusiasmarnos demasiado, sabiendo que la recompensa no depende del puesto, sino de la fidelidad con que sirvamos». En el lugar donde nos encontremos, en la situación concreta por la que pasa nuestra vida, Dios nos quiere felices, pues en esas circunstancias podemos ser fieles al Señor. ¡Tantas veces necesitaremos decirle: «Señor, te amo..., pero enséñame a amarte!».

Amamos al Señor cumpliendo los mandamientos y nuestros deberes en medio del mundo, evitando toda ocasión de pecado, ejerciendo la caridad en mil detalles..., y también en esos gestos que pueden parecer pequeños pero que van llenos de delicadeza y de cariño para el Señor: una genuflexión bien hecha ante el Sagrario, la puntualidad en las prácticas de piedad, una mirada a una imagen de Nuestra Señora... Son precisamente estas expresiones que parecen pequeñas las que mantienen encendido ese amor al Señor que no se debe apagar nunca. Forja, n. 497.

Francisco F. Carvajal, Hablar con Dios, Domingo 31 T.O.

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