En su voto particular contrario a la sentencia del Tribunal
Constitucional que avala la ley del matrimonio sexual, y que se hizo
público ayer, el magistrado de dicho Tribunal, Andrés Ollero, desmonta
las contradicciones en las que ha incurrido la mayoría de los que
votaron a favor.
Sus argumentos, de carácter estrictamente jurídico,
bien pueden servir para que el actual Gobierno reforme dicha ley de
acuerdo con su propio recurso al alto tribunal y cuyo contenido ha sido
también objeto de alguna crítica por el magistrado discrepante al no
estar suficientemente claros algunos de sus puntos.
En todo caso, Ollero
deja bien claro que el TC ha venido a reformar, en cierta manera, el
propio texto constitucional para adaptarlo a la ley -en función de la
evolución de las costumbres sociales –basadas en una débil estadística
sobre los “matrimonios” homosexuales contraídos en los últimos siete
años- en lugar de exigir una reforma de la Constitución para acomodarla a
la voluntad del legislador, lo cual hubiese conllevado otro tipo de
debate.
Por su interés, recojo íntegro este voto particular en el que
Andrés Ollero, respetando la opinión de la mayoría, deja constancia de
su discrepancia que ya puso de manifiesto durante la deliberación de la
controvertida sentencia.
“En el ejercicio de la facultad que nos confiere e! al1. 90.2 de LOTC
y con el máximo respeto a la opinión de la mayoría, dejo constancia de
mi opinión discrepante puesta ya de manifiesto durante la deliberación
de la Sentencia.
l. Centrada acertadamente la Sentencia en la problemática compatibilidad de la Ley 13/2005, de
1 de julio, que modifica el Código Civil en materia de derecho a
contraer matrimonio, con el artículo 32 CE, mi principal discrepancia se
refiere a que no haya tenido en cuenta la necesidad de llevar a cabo
una reforma constitucional, satisfaciendo las exigencias del artículo 167 CE.
Considero, en efecto, que lo que dicha ley pone en juego no es tanto el
matrimonio, como pudiera resaltarse también por motivos políticos o
morales, sino en sentido estrictamente jurídico e! alcance de la propia
Constitución en su papel de control de! poder legislativo.
Las reformas de la Constitución, aunque escasas, no constituyen un
fenómeno inédito entre nosotros. Se produjo, por ejemplo, con facilidad
la relativa al artículo 13 CE. Desde el Gobierno se intentó evitarla
mediante una mutación apoyada en una iniciativa legislativa, que se
fundamentaba en la posible “compatibilidad entre dos preceptos que
pertenecen a dos ordenamientos -el estatal y el comunitario- distintos e
independientes” (A. 3 a) de la subsiguiente Declaración 1/1992, de 1 de
julío, del Tribunal). Este se negó a ello, renunciando a una
interpretación supuestamente evolutiva que llevara a entender que,
siendo ya todos los españoles miembros de la Unión Europea, cabía
considerar españoles a todos los europeos. Admitió que “la Constitución
no define quiénes son españoles” de modo expreso, pero consideró patente
que el articulo 13 “ha introducido reglas imperativas e insoslayables”,
cuyos contenidos “sólo pueden ser conferidos a los extranjeros a través
de la reforma de la Constitución” (epígrafe 5 de la citada
Declaración).
Situación similar se planteó cuando, como motivo de las reformas de
determinados Estatutos autonómicos, se defendió por un sector de la
doctrina que, aunque su alcance exigiría una reforma constitucional,
dado que no se daban las condiciones políticas para llevarla a cabo,
resultaba ineludíble ceder la iniciativa al legislador y realizar a
renglón seguido desde este Tlrbunal interpretaciones del texto
constitucional conformes con tal punto de partida. Obviamente se
invertiría así el mecanismo de control de constitucionalidad, sustituido
por otro de control legislativo de la Constitución, al ignorarse el
art. 167.
Es lo quc temo que ahora ha acabado ocurriendo. Se ha puesto
ocasionalmente de relieve que este Tribunal no tiene entre sus funciones
convertirse en tercera cámara parlamentaria. No es menos cierto que
tampoco puede conceder a determinado legislador un salvoconducto que lo
libere de su responsabilidad de suscitar una reforma de la Constitución
por la vía del articulo 167 CE, cuando sus proyectos legislativos así lo
exijan.
La necesidad de una reforma constitucional resulta descartada por la
Sentencia con escuetas líneas: no cabe “hablar de alteración de la
Constitución en el sentido de modificación de su contenido normativo
puesto que cualquier contradicción entre un enunciado legal y otro
constitucional se salda con la declaración de inconstitucionalidad del
primero. Si a ello se añade, además, que la Ley impugnada en ningún caso
se ha presentado como un intento de rectificar la Constitución, debemos
concluir que la invocada infracción del art. 167 CE no precisa de un
análisis más detallado, habida cuenta de su alcance y significado,
insito ya en el juicio de constitucionalidad que realiza este Tribunal”
(FJ. 2 d). Tal argumentación circular cuestiona la arraigada creencia de
que el fallo de la Sentencia ha de verse condicionado por la
argumentación expuesta en sus fundamentos y no viceversa.
2. No mc parece superflua una ret1exión sobre el trasfondo
antropológico que gravita sobre la Sentencia; toda actividad jurídica no
es sino filosofía práctica. Sc trata de un hoy predominante radicalismo
individualista que dificulta la adecuada mticulación entre
instituciones juridicas, rebosantes de exigencias sociales, y derechos
individuales, haciendo que los segundos conviertan en irrelevantes a las
primeras. No me parece aceItado tratar a determinadas instituciones
juridicas como si fueran mero corolario dc los derechos y no más bien
razón de su fundamento, abocando a una contraposición simplista entre
limitación o ampliación de derechos individuales.
Esta deriva individualista instrumenta hoy una nueva versión de uso
alternativo del derecho. El indiscutible imperativo del artículo 14 CE
se convertiría en fuente de nuevos derechos destinados a eliminar las
discriminaciones más arraigadas. El intento de reconocer el carácter
heterosexual del matrimonio, ex artículo 32 CE, Y un derecho
constitucional a contraer uno homosexual alternativo, ex articulo 14 CE,
no ha dejado huella en la Sentencia por no encontrar apoyo
significativo durante su deliberación. La Sentencia no deja, sin
embargo, de dibujar un recorrido al que seria absurdo plantear objeción
alguna: partiendo de unas relaciones homosexuales criminalizadas (FJ
11), que ninguna de las partes ha defendido, se supera su mera
conversión en un no prohibido agere licere, para elevarlas a
fuente de derechos, capaces de desvirtuar a su servicio una milenaria
institución social. El radicalismo individualista lleva esta
instrumentalización, no reconociendo al matrimonio función más
importante que la de otorgar reconocimiento social a conductas
injustamente discriminadas. Comparto íntegramente la legítima aspiración
a erradicar la injusta discriminación de las personas que suscriben una
orientación homosexual. Lo que nunca suscribiré es que el fin
justifique los medios, imperativo obligado de cualquier versión de uso
alternativo de! derecho. El respeto a una determinada orientación
sexual, que lleva a mantener unas relaciones ajenas al matrimonio, no
obliga a reconocer la posibilidad de contraerlo.
La Sentencia se muestra confusa al establecer la articulación entre
la garantía constitucional de la institución matrimonial y el derecho
individual a acogerse a ella (FJ 6); resulta también contradictoria a la
hora de configurar una ampliación de derechos, al no poder atribuirles
una dimensión constitucional que el legislador, sin reformar el texto de
la Constitución, no está en condiciones de brindar.
Como se recuerda en el FJ 8 de la Sentencia, la STC 184/1990, de 15
de noviembre, fue en su FJ 2 clara al respecto: “la unión entre personas
del mismo sexo biológico no es una institución jurídicamente regulada,
ni existe un derecho constitucional a su establecimiento; todo lo
contrario al matrimonio entre hombre y mujer que es un derecho
constitucional (alt. 32.1) que genera ope legis una pluralidad de derechos y deberes”. No es menos claro el también citado (en e! FJ lO) ATC 20412003, de 16 de junio, F.3: la convivencia more uxorio, “ni
es una institución jurídicamente garantizada ni hay un derecho
constitucional expreso a su establecimiento”; en consecuencia estará
“legitimado el legislador para establecer diferencias en las
consecuencias que se derivan de la opción por uno u otro régimen”. Si no
hay pues un derecho constitucional a derivar efectos jurídicos de la
convivencia fáctica, menos lo habrá a verla convertida en matrimonio.
A continuación (FJ 11), sin embargo, la Sentencia intenta
autoconvencerse de que “lo que hace e! legislador en uso de la libertad
de configuración que le concede la Constitución, es modificar el régimen
de ejercicio del derecho constitucional al matrimonio”; cuando
realmente lo que ha hecho es cambiar el matrimonio mismo. El propio
Abogado del Estado, en su defensa de la ley, admite respecto al artículo
32 CE que un resultado derivable “de la interpretación sistemática de
este precepto sería que no existe un derecho constitucional al
establecimiento del matrimonio homosexual”. Sin embargo, como fruto de
su continua confusión entre la institución matrimonial garantizada por
la Constitución y el derecho individual a acceder a ella, la Sentencia
afirmarà que la ley “supone una modificación de las condiciones de
ejercicio de! derecho constitucional a contraer matrimonio”, que
incluiría ahora a las uniones homosexuales; después de haber afirmado
(en el FJ 8) que “desde una estricta interpretación literal, el art. 32
CE sólo identifica los titulares del derecho a contraer matrimonio”
Se presenta pues equivocadamente el problema como si incrementara los
titulares del derecho, más que como la obvia vulneración de un
contenido protegido por garantía institucional; ello lleva a
interrogarse repetidamente sobre el contenido esencial de tal derecho
(FJ 10 Y 11), que obviamente no es otro que la voluntaria y libre
inserción en ese marco institucional; lo que la Sentencia prefiere
caracterizar, en clave individualista, como “acceso a un status
juridico” (FJ 4). Hablar de contenido esencial solo tiene, sin embargo,
sentido al tratar de derechos fundamentales reconocidos por la
Constitución y no de posibilidades que este Tribunal considere que el
legislador está en condiciones de ofrecer.
3. Todo ello acaba obligando a interpretar el sentido propio de los ltérminos en
que se exprcsa el artículo 32 CE. Es de agradecer que en un primer
momento se haya renunciado a poco convincentes juegos de palabras, como
sugerir que el texto habla del “hombre y la mujer” pero sin precisar que
el matrimonio deba formalizarse “entre” ellos. La satisfacción no dura,
sin embargo, demasiado, puesto quc se nos dirá que “el art. 32 CE sólo
identifica los titulares del derecho a contraer matrimonio, y no con
quién debe contraerse” (FJ 8). No mejora demasiado la situación cuando
se sugiere (FJ 10) que dicho articulo “lo que hace, sin lugar a dudas,
es asumir el principio heterosexual del matrimonio como una opción
válida del legislador”; como si hubiera llegado a ponerse en duda.
El debate constituyente, aludido en la Sentencia (FJ 8) en términos
no siempre acordes con el Diario de Sesiones, resaltó de modo inequívoco
dos características del matrimonio: monogamia y heterosexualidad. La
polémica sobre el divorcio descartó incluir la indisolubilidad, mientras
se reiteraba el principio de igualdad entre hombre y mujer ya presente
en el articulo 14 CE.
Resulta llamativo que se afirme en la Sentencia, con toda rotundidad,
que la heterosexualidad reflejada en el articulo 32 CE no excluye la
homosexualidad, aun apuntando que esto “no significa que implícitamente
acogiera el matrimonio entre personas del mismo sexo, si nos limitamos a
realizar una interpretación literal y sistemática, pero tampoco
significa que lo excluyera” (FJ 8). Se busca para ello amparo en que no
todo lo que la Constitución no contempla es necesariamente
inconstitucional; pero es claro que lo será lo que prive de todo sentido
a lo que sí contempla.
Tal postura es tanto más llamativa al admitir la Sentencia (FJ 9),
respecto a la jurisprudencia de Estrasburgo sobre el Convenio de Roma,
que el “TEDH reconoce que las palabras empleadas por el 31t. 12 CEDH han
sido escogidas deliberadamente, lo que, teniendo en cuenta el contexto
histórico en el cual el Convenio fue adoptado, lleva a pensar que se
refieren al matrimonio entre personas de distinto sexo”. Nada permite
pensar que la elección de los términos por el constituyente español haya
sido menos deliberada.
La ausencia de una adecuada percepción de la dimensión social del
derecho lleva a olvidar por qué el matrimonio, a diferencia de la mera
amistad, tiene relevancia jurídico-institucional. El matrimonio pasa de
entenderse como un vínculo de relevancia social a enfocarse como una
desvinculada vía de emancipación individual. El precio de esta operación
de ingeniería social es la desnaturalización de la institución misma y
la desprotección de los bienes jurídicos de dimensión social que
amparaba. El derecho al matrimonio da opción a insertarse en una
institución, pero no a redefinirla. Como señala la STC 247/2007, de 12
de diciembre, “los derechos constitucionales no sólo se imponen al
legislador, sino que son resistentes al mismo”; mientras que en este
caso es el legislador el que ha inventado un nuevo derecho, desfigurando
una institución.
4. La Sentencia, en su intento de hacer salvar a la ley el control de
constitucionalidad, recurre a una teoría del derecho cuyo diseño no
puedo compartir. Es bien conocida la distinción propuesta por un
prestigiado autor, estudioso de la jurisprudencia constitucional
norteamericana; las constituciones establecen conceptos destinados a verse interpretados desde plurales concepciones. A
su juicio, quienes ignoran tal distinción tienden a pensar que la Corte
debería rechazar lo anticuado cambiando lo que la Constitución
promulgó. Considera, sin embargo, si quienes establecieron sus cláusulas
hubieran tenido la intención de formular concepciones particulares,
habrían encontrado el tipo de lenguaje que convencionalmente se usa para
hacerlo. Personalmente no tengo la menor duda de que la opción por “el
hombre y la mujer” es un meridiano ejemplo de esto último. Considero,
por supuesto, legitimo que haya quien estime que tal referencia resulta
arcaica o estaría hoy superada; pero ello no haría sino obligar a dar
paso por la vía del art. 167 a una reforma del texto constitucional y no
a relativizar tal artículo hasta convertirlo en inocuo y vacío.
Esto es lo que ocurriría si fuera cierto lo que la Sentencia parece
acoger: que nuestra Constitución no contiene un concepto determinado de
matrimonio. Así lo afirma el Abogado del Estado (A.5. F) y la Sentencia
parece aceptarlo, al no considerar vulnerado el articulo 32, que a su
juicio (FJ 8) “manifestaba la voluntad del constituyente por afianzar la
igualdad entre el hombre y la mujer, sin resolver otras cuestiones”.
Por si no queda claro, precisa como ejemplo (FJ 5) que “hasta la fecha,
la interpretación del arto 39 CE no ha llevado a este Tribunal a definir
un concepto constitucional de familia”.
La idea de una Constitución sin conceptos me parece tan
contradictoria como la de un texto legal sin letra. Ni siquiera la
Sentencia es capaz de mantenerla con coherencia, ya que, aun dando por
ausentes conceptos como matrimonio y familia, considera (FJ 5) que “ello
no impide determinar que en el art. 39 CE se incluirían las familias
que se originan en el matrimonio, pero también a las que no tienen ese
origen”. Queda en el aire cómo es posible que, aun no existiendo un
concepto, se nos indique qué es lo que cabe o no incluir en él… No
habría, en consecuencia, manera de adivinar cuál puede ser para el
legislador ese límite (FJ 7), que se le impone como “reducto
indisponible o núcleo esencial de la institución que la Constitución
garantiza”. Se sostendrá (FJ 8) que “lo que el constituyente se
planteaba en el año 1978 respecto del matrimonio no tenía nada que ver
con la orientación sexual de los contrayentes, sino con la voluntad de
desligar el matrimonio y la familia [sic], de proclamar la igualdad de
los cónyuges en el seno de la institución, y de constitucionalizar la
separación y la disolución”. Cómo desligar conceptos inexistentes no
tiene fácil explicación.
5. La Sentencia opta, al interpretar el artículo 32 CE, por no conceder relevancia hetrméneutica alguna al sentido propio de las palabras utilizadas,
sacrificándolo en favor de una supuesta “interpretación evolutiva” de
la norma, que vendría exigida por la Constitución a la hora de ser
interpretada, a “riesgo, en caso contrario, de convertirse en letra
muerta” (F.J 9). Intentando dotar de fundamento a esta opción, la
vinculará de modo reiterado con la “regla hermenéutica del arto 10.2
CE”, sin que quede muy claro qué puedan tener de “evolutivos” los
tratados allí aludidos.
Sin duda la interpretación literal de las normas puede resultar en
más de una ocasión insuficiente a la hora de precisar su sentido. No
puede en efecto considerarse como la única vía para determinar
hermenéuticamente el sentido de una norma; pero que el sentido propio de
las palabras no sea siempre suficiente como único criterio interpretativo no quita que sea siempre obligadamente el primero de ellos; sobre todo en una norma como la constitucional cuya relevancia se apoya en su postulada rigidez.
Resulta llamativo que la Sentencia se muestre incapaz de fundamentar
su fallo en los tradicionales criterios de interpretación, tras
reproducir (FJ 8) con encomiable sinceridad el esfuerzo que sí realizan
los recurrentes en defensa del carácter heterosexual del matrimonio:
“basándose en una interpretación originalista del art. 32 CE, compartida
por una parte de la doctrina y por el propio dictamen del Consejo
General del Poder Judicial a que se hace referencia en los antecedentes.
Así, desde una interpretación literal -entendiendo que la referencia
expresa al “hombre y la mujer” permite deducir de modo evidente una
reserva constitucional del matrimonio a favor de parejas
heterosexuales-, desde una interpretación sistemática -si se tienen en
cuenta los preceptos constitucionales que, al margen del art. 32 CE,
hacen referencia al matrimonio ya sea de modo expreso (art. 39 CE) o
implícito (art. 58 CE)-, desde una interpretación auténtica -teniendo
presente el devenir del debate constituyente- y desde la interpretación
que impone el art. 10.2 CE, considerando que los tratados
internacionales sobre la materia ratificados por España no contemplan
directamente el matrimonio entre personas del mismo sexo. Quien esperara
una interpretación alternativa desde esos mismos criterios se verá
defraudado; la Sentencia admite que así se pensaba tanto en J978 como
dieciséis años después, en el ATC 222/1994, de 11 de julio; pero, al
parecer, han bastado dieciocho años más para que toda argumentación
resulte ahora superflua.
En realidad tanto el matrimonio como la familia son realidades
antropológicas que el derecho se limita a reconocer. El matrimonio es
pues, como se nos recuerda (FJ 6), lo que ya reconocía la citada STC
18411990, FJ 3: una “institución garantizada por la Constitución”; tan
conocida como para no necesitar definición, según refleja el propio
debate constituyente, que tampoco se ocupó de detlnir qué sea la
educación, la religión, la propiedad o el mercado. La conciencia de la historicidad de
las nornas jurídicas es una exigencia fundamental en toda razonable
teoría del derecho, pero no cabe confundir la historicidad del sentido
de un texto jurídico con una relativización de su contenido que lo deje
totalmente disponible para que el intérprete pueda attibuirle de modo
voluntarista cualquier significado. Menos aún sugerir (FJ 9) que la
Constitución “a través de una interpretación evolutiva se acomoda a las
realidades de la vida moderna como medio para asegurar su propia
relevancia y legitimidad”. Aceptarlo equivaldría a admitir que no es la
Constitución la que certifica y garantiza la legitimidad de las
conductas sociales y políticas, sino que seria su texto el que cobraría
legitimidad acomodándose a ellas.
Toda historia implica la evolución de un sustrato permanente, incompatible por tanto con una sucesión per sa/twn de
instantáneas dispersas o incluso contradictorias. No es lo mismo decir
“hombre y mujer” que decir “dos personas”; cambio de paradigma que la
propia Sentencia (FJ 9) acaba proponiendo. En coherencia no es posible
eludir la reforma dc la Constitución por la vía del art. 167. Al no
hacerlo, la norma que se recoge en el art. 32 CE aparece como un
receptáculo vacío, abierto a contener las opiniones coyunturales del
legislador; lo que no tiene nada que ver con historicidad alguna.
La Sentencia no llega a levantar acta del cambio de paradigma, pero
reconoce que al evaluar la reforma del “derecho a contraer matrimonio,
ha de partirse de la certeza de que la misma ha introducido importantes
matices” (FJ 11), y que “la institución matrimonial, antes de la
reforma y después de ella, se ha modificado jurídicamente” (FJ 8). El
problema radica en que quien la ha modificado ha sido un legislador
coyuntural que, en contra de lo afirmado (FJ 7), no está habilitado para
“definir el contenido de la institución”, dado que esta tiene una
expresa configuración constitucional; tampoco está en condiciones de
preservarla “en términos reconocibles”, si no es respetando el texto
constitucional o modificándolo por la vía del art. 167.
Resulta en este contexto decisiva “la imagen de la institución que
ante si tenía el constituyente” (entre las más recientes, SSTC 215/2000, de 18 de septiembre, FJ 6; 1612003, de 30 de enero, FJ 9; 137/2003, de 3dejulio, FJ 9, Y 113/2004, de
12 de julio, FJ 9), que la Sentencia no se encuentra en condiciones de
desmentir. Para admitir una alteración en la garantía institucional
incluida en la Constitución, habría sido inexcusable documentar un
cambio de cultura jurídica que justifique tal mutación y calibrar luego
si su alcance exigía una reforma constitucional; intento (FJ 9) en el
que la Sentencia fracasa. Nos encontramos sin más ante una “nueva
institución diseñada por el legislador”. Una interpretación, por
evolutiva que sea, no puede considerarse sinónimo de reforma o cambio;
como recuerda en términos inequvocos el art. 167 del propio texto
constitucional.
6. Como ya hemos señalado, el evolucionismo interpretativo impuesto
por la Sentencia busca apoyo, por la via del artículo 10.2 CE, en el
derecho comparado. Lo que en dicho articulo se propone como criterio de
interpretación llega a cobrar categoría de norma supraconstitucional.
Parece lógico que tratados suscritos por España, pese a su obvia
generalidad, deban orientar a la hora de buscar salida ante posibles
dudas hermenéuticas; pero no tanto convertir nuestra doctrina
constitucional en una terminal vicaría de resoluciones ajenas.
Resulta llamativo el círculo vicioso que se produce en lo relativo al
Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Este reconoce -en casos recogidos
por el aludido ATe 222/1994, que la propia Sentencia cita (FJ 10)- que
no permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo no implica
violación del art. 12 del Convenio de Roma; este, al garantizar el
derecho a casarse, se refiere al concepto tradicional de matrimonio
entre dos personas de distinto sexo, sin que su reconocimiento del
margen de apreciación de los Estados excluya que en algunos -como el
nuestro- pueda incluso revestir rango de norma constitucional.
Se toma nota (FJ 9) de que el Tribunal de Estrasburgo recuerda que
“el matrimonio posee connotaciones sociales y culturales profundamente
enraizadas susceptibles de diferir notablemente de una sociedad a otra”.
Pese a ese reconocimiento europeo -que nos responsabiliza de un margen
de apreciación basado en nuestro ordenamiento constitucional, al no
existir un consenso europeo que pueda servir de referencia normativa- la
Sentencia no intenta satisfacerlo recurriendo a nuestra cultura
jurídica, sino que se esfuerza por coleccionar recetas europeas.
Cualquier intento de proponer en términos sociológicos la existencia de
un contexto internacional mayoritario en favor del reconocimiento de ese
nuevo matrimonio basado en una relación homosexual no tiene fundamento
real alguno. El legislador lo planteó en su momento, con toda razón,
como una ambiciosa opción vanguardista destinada a convertir a España en
pionera a la hora de formular una revolucionaria propuesta.
7. Afecta -a mi juicio- a la rigidez que en términos
técnicos justifica la existencia de la Constitución, y en consecuencia
la de este mismo Tribunal, la apelación reiterada de la Sentencia a una
presunta presión social que obligaría a convet1ir su letra en
prácticamente delicuescente. Se incurre así en lo que se ha llamado falacia naturalista, o en su arcaica versión juridica de la fuerza normativa de lo fáctico, al
pretender que determinadas pautas o conductas sociales hayan de
condicionar la interpretación constitucional. Se olvida así lo que, ante
la actitud dubitativa de un juez, este mismo Tribunal sentó ya con
claridad en la STC 8111982, de 21 de diciembre, FJ 2: “el
problema no es la conformidad de la solución jurídica con las
convicciones o creencias actuales, que es a lo que puede llamarse
‘actualidad’, sino su conformidad con la Constitución”.
Sirva de ejemplo al respecto el intento de convencer de que la “nueva
institución” (así coherentemente la llega a caracterizar la Sentencia
en el FJ 9) se habría visto sociológicamente consolidada por el número
de matrimonios entre ciudadanos del mismo sexo celebrados en el generoso
plazo de siete años que este Tribunal, de manera no muy comprensible,
se ha concedido para abordar el recurso. Se afirma (FJ 9) que nos
hallamos ante una opción “ajustada a la Constitución”, aunque en
realidad no se ajuste a su texto; se habría producido “una evolución que
pone de manifiesto la existencia de una nueva ‘imagen’ del matrimonio
cada vez más extendida, aunque no sea hasta la fecha absolutamente
uniforme”. Más bien parece que lo que la ley ha pretendido es contribuir
a un cambio de ‘imagen’ de las relaciones homosexuales, modificando
para ello la milenaria estructura de la institución matrimonial. Resulta
poco razonable afirmar respecto al matrimonio que “la imagen jurídica
que la sociedad se va forjando de él, no se distorsiona por el hecho de
que los cónyuges sean de distinto o del mismo sexo”. Quizá sirva de
indicio al respecto que, mientras que la expresión matrimonio homosexual se
recoge hasta quince veces en los Antecedentes de la Sentencia, se haya
huido cuidadosamente de que aparezca ni una sola vez en sus Fundamentos.
Resulta, por otra parte, contradictorio insistir de modo simultáneo
en la obvia existencia de una discriminación social respecto a las
personas que suscriben una orientación homosexual, plasmada en tópicos
arraigados, y la presunta existencia de un consenso, no menos tópico,
tan consolidado corno para convertir en superflua una obligada reforma
constitucional. Quizá por ello la Sentencia acaba optando por no abundar
en esa línea argumental, para dedicar una particular atención (FJ 3) a
defender que la reforma legal no causa la presunta discriminación de los
heterosexuales no muy afortunadamente alegada por los recurrentes.
8. El cuestionamiento de la constitucionalidad de un matrimonio
homosexual, sin previa aplicación del artículo 167 CE, es lógico que
condicione la admisión de una posible adopción de menores amparada en
él. Es bien sabido que la legalidad comparada pone de relieve una
reticencia aún mayor a esta segunda posibilidad. Dada la importancia que
la Sentencia concede a ese punto de referencia, resulta sorprendente
que resuelva la cuestión de modo tan expeditivo: “El mandato de
protección a la familia en general (art. 39.1 CE) y de los hijos en
particular (art. 39.2 CE) contenido corno principio rector de la poliíica social y
económica en el art. 39 CE, no queda incumplido por la opción que
realiza en este caso el legislador, puesto que tal mandato orienta,
precisamente, la opción legislativa adoptada” (FJ 12).
En todo caso, parece oportuno señalar que la apelación a una
ampliación de derechos, que caracteriza a la Sentencia, es en este
contexto inocua. Corno es bien sabido, nuestro ordenamiento ha venido
permitiendo la adopción a título individual sin exigir haber contraído
matrimonio ni ejercer control alguno de la orientación sexual del
adoptante; por lo que no se da paso a ningún incremento en tal sentido.
Asunto distinto es que con la extensión de dicha posibilidad a la pareja
homosexual se pretenda contribuir a que su imagen social gane en
normalidad. No en vano la propia Sentencia entiende (FJ 5) que se apunta
con ello a “la regularización de familias homoparentales”; lo que mas
bien parece patentar un novedoso criterio de interés inferior del menor.
Tiende sin duda a descartarlo la encomiable cita (FJ 12) de la
afirmación del Tribunal de Estrasbmgo que descarta la existencia de un
derecho al hijo, recordando que la adopción es “dar una familia a un
niño, y no un niño a una familia”. Hay sin embargo dos detalles que
invitan a moderar el optimismo. Por una p311e si, como la Sentencia
afirma, carecemos en España de un concepto constitucional de familia, no
es fácil aventurar qué alcance pueda tener tan prometedora afirmación.
Por otra, si la apelación al interés del menor no plantea en el caso de
parejas heterosexuales litigios de particular impacto, es fácil observar
cómo la incipiente doctrina jurisprudencial de Estrasburgo muestra una
notable facilidad para considerar, la apelación al interés del menor, en
el caso de parejas homosexuales, como mero subterfugio destinado a
enmascarar una rechazable discriminación. Esto no va a facilitar la
tarea de ejercitar esa defensa, que la Sentencia encomienda a la
jurisdicción ordinaria.
Y en este sentido emito mi Voto particular.
Madrid, a seis de noviembre de dos mil doce. Firmado Andrés Ollero.
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