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lunes, 25 de noviembre de 2013

El Papa Francisco preside la Misa de clausura del Año de la Fe

   El Papa Francisco presidió en la Plaza de San Pedro la Misa de clausura del Año de la Fe. Pese al frío, miles de personas acudieron para participar en la celebración, durante la que Francisco agradeció a Benedicto XVI su iniciativa de impulsar el Año de la Fe

Durante la Misa se expusieron por primera vez públicamente las reliquias de San Pedro. El Año de la Fe fue inaugurado por Benedicto XVI en octubre de 2012 con el fin de invitar a los católicos a profundizar en el conocimiento de la fe y transmitirla a los demás.

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Homilía del Papa

La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión del Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI, a quien recordamos ahora con afecto y reconocimiento. Con esa iniciativa providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino de fe que comenzó el día de nuestro bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios y hermanos en la Iglesia. Un camino que tiene como meta final el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu Santo nos purifica, eleva, santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela nuestro corazón.
Dirijo también un saludo cordial a los Patriarcas y Arzobispos Mayores de las Iglesias orientales católicas, aquí presentes. El saludo de paz que nos intercambiaremos quiere expresar sobre todo el reconocimiento del Obispo de Roma a estas Comunidades, que han confesado el nombre de Cristo con una fidelidad ejemplar, pagando con frecuencia un alto precio.
Del mismo modo, y por su medio, deseo dirigirme a todos los cristianos que viven en Tierra Santa, en Siria y en todo el Oriente, para que todos obtengan el don de la paz y la concordia.
Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.
El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en él, por medio de él y en vista de él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20).
Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.
Además de ser centro de la creación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5,1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.
Cristo, descendiente del rey David, es el “hermano” alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; unidos a él, participamos de un solo camino, un solo destino.
Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad y de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.
Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio −«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz»− aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa.
La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino.
Pidamos al Señor que se acuerde de nosotros, con la seguridad de que gracias a su misericordia podremos participar de su gloria en el paraíso. Amén.

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