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domingo, 26 de mayo de 2019

El día del Señor: domingo 6º de Pascua (C)

Es tarea normal cuando uno se va de viaje hacer las maletas, y cuanto más larga sea la ausencia, más tiempo y atención requiere el preparativo de cuanto se va a necesitar. 

Y en eso consiste preparar el equipaje: hacer acopio de todo lo propio, en particular de las cosas de uso cotidiano, y llevárselo consigo. Pues, si lo piensas, a estas alturas de la Pascua, entrando en su sexta semana, lo que le toca a Jesús es ir preparando su marcha al cielo. 

Pero Jesús no hace las maletas, no hace acopio para llevarse, sino que los preparativos para su ida junto al Padre consisten en hacer lo contrario: preparar lo que va a dejar cuando se vaya. En efecto, si atiendes al evangelio de la misa de hoy, te darás cuenta de que el Señor comienza a instruir a los suyos acerca del don que va a hacerles cuando se marche y les deje. 

Un don que no es otro sino su Espíritu, el Espíritu Santo. Un Espíritu Santo que, en palabras de Benedicto XVI, «acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la primera y la segunda venida de Cristo: “Me voy y volveré a vosotros” (Jn 14, 28), dijo Jesús a los Apóstoles. 

Entre la “ida” y la “vuelta” de Cristo está el tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo; están los dos mil años transcurridos hasta ahora; están también estos poco más de cinco siglos en los que la Iglesia se ha hecho peregrina en las Américas, difundiendo en los fieles la vida de Cristo a través de los sacramentos y sembrando en estas tierras la buena semilla del Evangelio, que ha producido el treinta, el sesenta e, incluso, el ciento por uno. 

Tiempo de la Iglesia, tiempo del Espíritu Santo: Él es el Maestro que forma a los discípulos: los hace enamorarse de Jesús; los educa para que escuchen su palabra, para que contemplen su rostro; los configura con su humanidad bienaventurada, pobre de espíritu, afligida, mansa, sedienta de justicia, misericordiosa, pura de corazón, pacífica, perseguida a causa de la justicia»[1].
    Vivimos en el tiempo del Espíritu, que es el de la Iglesia. Y es este don inefable de Cristo el que establece una unión y una continuidad entre Él y nosotros, entre su misión y la nuestra. Porque, y volvemos a considerar palabras del papa Benedicto: «El Nuevo Testamento nos presenta a Cristo como misionero del Padre. Especialmente en el evangelio de san Juan, Jesús habla muchas veces de sí mismo en relación con el Padre que lo envió al mundo. Del mismo modo, también en el texto de hoy. Jesús dice: «La palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn 14, 24). 

En este momento, queridos amigos, somos invitados a fijar nuestra mirada en él, porque la misión de la Iglesia subsiste solamente en cuanto prolongación de la de Cristo: “Como el Padre me envió, también yo os envío”». Y como la misión es tan grande y nosotros tan pequeños, es del todo necesario que nos abandonemos en manos de Dios y le pidamos ser dóciles a su Espíritu. 

Dóciles para dejarnos guiar por Él, para permitir que nos recuerde y refresque en nuestra memoria y en nuestro corazón todo lo que Cristo nos ha dicho, y dóciles para dejar que, con sus dones, venga en auxilio de nuestras debilidades y flaquezas. Trata en tu vida interior al Espíritu Santo y pídele con confianza cuanto necesitas, Él ha sido enviado por Cristo para hacer en ti maravillas. ¡Ojalá se lo permitas!


¡Misioneros de Cristo! ¡Continuadores de su misión en medio del mundo! Si lo piensas un momento, es como para que te tiemblen las piernas. Por la magnitud de la misión y por la fidelidad de quien la ha comenzado. Lo mires por donde lo mires, es como para meterse debajo de la cama y no salir. Y, sin embargo, no es la angustia lo que nos trae este encargo de Jesús, sino justamente lo contrario: la paz. 

Así lo promete Jesús: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27). ¡Ojalá se graben a fuego en tu mente y en tu corazón estas palabras de Jesús! Para que, cuando te asalte el miedo por la desproporción entre tu fragilidad y la exigencia de la vida de discípulo en medio de nuestro mundo, puedas ser confortado por el mismo Señor, tal como hizo con aquellos primeros cuando experimentaron en su interior algo parecido.


Y junto con la palabra del Señor tienes, para vencer la angustia, el miedo, esa paz que Él te da y que es fruto del Espíritu Santo en tu alma. Una paz que no es como la del mundo, que solo alcanza a una ausencia, siempre efímera, de conflicto. Esta paz es más profunda, más verdadera y es capaz de permanecer en nosotros, incluso, en medio de las mayores tribulaciones exteriores. Es la paz de tener contigo a Dios, de saberte muy amado de Dios. 

La paz de saber que no cae sobre tus hombros el peso de sacar adelante todas las cosas, sino que el Salvador ha cargado por ti el peso. Pídele al Señor vivir siempre de esa paz. Para ello, como no te la puede dar nada mundano sino solo Dios, la única condición es que no eches de tu alma a ese Divino Huésped que ha hecho morada en ti. Trátale bien y goza de su compañía que es la fuente de tu paz.[1] BENEDICTO XVI, Homilía de 13 de mayo de 2007. Y lo que sigue.

EVANGELIO

San Juan 14, 23-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.

El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.

Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.

La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis».

Juan Ramón Domínguez Palacios
lacrestadelaola2028.blogspot.com

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