Leo en un diario el anuncio de una nueva ley que sancionará los insultos, injurias, menosprecios… dirigidos contra cualesquiera personas que pertenezcan a una de la las “minorías que debemos proteger”. He pensado siempre que los poderes públicos apenas deben intervenir en las relaciones interpersonales y mucho menos en las íntimas, pero también entiendo que si a un subsahariano se le insulta o desprecia por ser negro, pues el ofendido tiene derecho a defenderse… pero no hasta el punto en que –según se anuncia– lo va a hacer la nueva ley: el de invertir la carga de la prueba. Dicho de otra forma: si una mujer obesa le denuncia a usted por haberse dirigido a ella llamándola “gorda” o “sebosa”, no es ella quien tiene que buscarse testigos para demostrar que usted la insultó, es usted quien tendrá que demostrar que no hizo tal cosa… y de esa guisa el pensamiento políticamente correcto va horadando principios democráticos que creíamos inamovibles y fundamentales.
Uno de esos preceptos básicos es el artículo 9 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: “Todo hombre se presume inocente mientras no se pruebe su culpabilidad”. Y es que la corrección política no se para ante la Ilustración ni ante las revoluciones liberales. Nada ni nadie es obstáculo para este impulso “salvador”. Ya lo comprobamos con la primera ley orgánica aprobada en las Cortes bajo la presidencia de Zapatero: la ley contra la violencia de género, que se saltaba el artículo 1 de la Declaración de 1798 (“La ley debe ser igual para todos, tanto cuando proteja como cuando castigue”). En efecto, dicha ley enmendaba el código penal (y a mi juicio la Constitución) imponiendo penas diferentes si el agresor es un varón (mayores penas) o una mujer (menores penas). Más de 200 años de sentido común y de principios democráticos saltaban por los aires en aras de la ideología feminista.
Un disparate que sólo se concibe en un Parlamento incapaz de oponerse al vendaval de lo “políticamente correcto”.
Joaquín Leguina
LA GACETA
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