Dios es uno, y Dios son tres personas, fundamentalmente porque Dios es así y así se ha dado a conocer a aquellos a quienes se ha dignado revelarlo. Bien claro tenían los judíos que Dios es uno y que, además, es creador de todo, Padre bueno, todopoderoso. De entre esos judíos Jesús de Nazaret eligió a algunos para ser discípulos suyos; y otros muchos, hombres y mujeres, sencillos y deseosos de verdad, comenzaron a seguirle dispuestos a escuchar su palabra.
Vieron sus milagros, oyeron su doctrina, contemplaron sus obras... y sobre todo, algunos de ellos, como Tomás, tocaron su cuerpo glorioso, lo vieron en primera persona vivo, después de haber muerto en la Cruz. Noticia increíble pero cierta, real. Un suceso impresionante: resucitó para toda la eternidad.
Fue entonces cuando se dieron cuenta los discípulos de que Cristo era no solo el Mesías hijo de Dios, sino Dios mismo. Lo dijo muy bien el apóstol que tuvo la oportunidad de tocar las llagas de Cristo: ¡Señor mío y Dios mío! (cfr. Jn 20, 28).
Además, desde su llegada en Pentecostés, notaban muy vivamente la acción del Espíritu Santo. Sabían de su fuerza, experimentaban su gracia, se dejaban contagiar por su alegría. Una auténtica maravilla. Desde el principio, la Iglesia comenzó a llamar al Espíritu Santo con el nombre de Señor y a reconocerlo como Dios.
Tenían muy claro dos cosas que parecen contrarias: que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son Dios; pero que no son tres dioses, sino uno solo. ¿Cómo explicarlo? Como podían, pero la experiencia iba por delante: lo sabían porque lo vivían; tenían una relación personalísima con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con el único Dios.
¿No será que a nosotros nos pasa lo contrario? O sea, ¿que sabemos que son tres personas... pero al final «solo» hablamos con Dios, sin hacer caso a nada más?
Si es así, entonces parece muy normal que este misterio no nos importe –digamos– demasiado.
«Dios Padre, que al enviar al mundo al Verbo de la verdad y al Espíritu de santidad, revelaste a los hombres tu misterio admirable, concédenos que, al profesar la fe verdadera, reconozcamos la gloria de la eterna Trinidad y adoremos la unidad de su majestad omnipotente» (Oración Colecta de la Solemnidad de la Stma. Trinidad).
Esta es nuestra petición a Dios en la solemnidad que celebramos hoy: ser capaces de reconocer la Trinidad y adorar su unidad. Este es el fundamento de la fe cristiana: que Dios es uno solo pero en tres personas. Una sustancia sola, siendo Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres personas, pero solo un Dios.
¿Qué necesidad tenemos de afirmar esto? ¿No podría ser un solo Dios y punto? Y, por otra parte, ¿cómo influye la Trinidad de Dios en tu vida de cristiano? Porque, si eres un hombre o una mujer de fe, parece que este misterio, central por otra parte, en algo debe influir en tu vida. ¿En qué? Imagínate que ahora les diera a los teólogos por decir que no son tres personas, sino diecisiete, ¿en qué quedaría tu fe? ¿Seguirías creyendo igual? Porque, en tal caso... tenemos un problema.
Medita estas palabras, seguro que traerá luz a tu vida:
«¡Dios es mi Padre! —Si lo meditas no saldrás de esta consoladora consideración.
¡Jesús es mi Amigo entrañable (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón!
¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
Piénsalo bien. —Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo» (1).
Aunque todas las acciones divinas pertenecen a Dios, desde siempre se atribuyeron algunas acciones a cada una de las personas. Seguro que te ha llamado alguna vez la atención el juego de preposiciones que se anteponen a las Personas divinas en las oraciones de la Iglesia, especialmente en la Santa Misa. En ella, por Cristo, con Él y en Él rendimos al Padre todo honor y toda gloria, en la unidad del Espíritu Santo. Esas proposiciones no son casuales ni da lo mismo una que otra... Si las meditas despacio, puedes sacarles mucho jugo, porque descubrirás entonces las obras en las que el Padre, el Hijo y el Espíritu expresan su propia personalidad.
Al Padre se le atribuye la obra entera de la creación. Todo ha salido del Padre, y por eso mismo todo se dirige a Él. Cuando uno se maravilla con la belleza de las cosas, con la grandeza de la naturaleza, con el espectáculo de determinados paisajes... es bueno hacer acción de gracias a Dios Padre, que es bueno, que nos da lo mejor, que ha hecho cosas tan bellas. Además, podemos desear para nuestra vida cristiana un trato filial con Dios Padre como aquel que nos narra el Evangelio de Jesucristo: Abbá, Padre... no se haga mi voluntad, sino la tuya... te doy gracias, Padre, por haberme escuchado... sé que Tú me escuchas siempre... Así hemos de tratarle nosotros: Padre nuestro...
Al Hijo se le atribuye la redención de los pecados, especialmente mediante su pasión. Por eso, causará un bien enorme a tu alma considerar todo el misterio de la humanidad de Jesucristo: cómo sufrió en la Pasión, su mirada desde la cruz y su gloriosa resurrección. Piensa que, del mismo modo que la salvación nos llegó por medio del Hijo, solo podemos acudir al Padre como hijos, por Jesucristo nuestro Señor.
Finalmente, al Espíritu Santo le corresponde la labor de la santificación. ¡Hacerte santo! Pídele ayuda. Confía en Él —porque a fin de cuentas depende de Él. Suplícale su gracia —¡Ven! Trátalo con frecuencia. Él habita en tu corazón en gracia, e imprime en tu alma la imagen de Jesús. Es el amor de Dios en el que vivimos y en el que estamos unidos los cristianos.
Acostúmbrate a tratar a las Tres Personas. Aprovéchate de esos momentos de cercanía en la Santa Misa. Es un santo el que te lo recomienda:
«En el Santo Sacrificio del altar, el sacerdote toma el Cuerpo de nuestro Dios y el Cáliz con su Sangre, y los levanta sobre todas las cosas de la tierra, diciendo: Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso —¡por mi Amor!, ¡con mi Amor!, ¡en mi Amor!
Únete a ese gesto. Más: incorpora esa realidad a tu vida» (2).
Recuerda: tendrás auténtica vida cristiana... cuando comiences a llamar a Dios por su nombre: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cuando tengas intimidad con Él.
EVANGELIO
San Juan 16, 12-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—«Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará».
(1) Forja, 2.
(2) Forja, 541.
Fulgencio Espá, Con El, mayo, p. 126
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