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domingo, 29 de junio de 2014

San Pedro y San Pablo

   

   Chicos y chicas. Convivencia al norte de Italia, junto al maravilloso lago de Como. Un paisaje excepcional: verde, frondoso, lleno de luz. Un pequeño paraíso, una vista deliciosa, un momento idílico. Lástima de aquella figura casi esférica que empezó a cruzar el lago. Pantalón corto, sin camiseta, red de pesca, cerveza en mano, guiando la barquichuela. Un pescador local.

Una de las jóvenes reparó en aquel hombre curtido por sus horas de brega. Llena de estupefacción, golpeó a su novio, situado a su derecha, y le dijo: ¿Ves a aquel hombre? A uno como ese eligió Cristo como cabeza de la Iglesia, y a diez más como fundamento de la fe.


En efecto, Pedro –y probablemente los demás apóstoles– no iba mucho más allá de aquel viejo pescador del lago de Como. Así eran: hombres que se ganaban la vida con oficios sencillos, que tenían en la vida objetivos normales, y en sus proyectos, un horizonte limitado a su comarca. De hecho, el evangelio nos revela que en ocasiones no brillaban por su inteligencia, ni siquiera eran capaces de comprender los simples ejemplos que el Señor ponía en forma de parábolas. Tampoco eran sencillos, es más, a veces son ambiciosos, y se pelean para ver quién tendría más poder –y fama– en el reino de Cristo. Así eran. Y sin embargo, a pesar de todo eso (a lo mejor, a causa de todo eso), Cristo los eligió. ¿Por qué? Porque quiso, porque Dios no piensa como los hombres, sino que es capaz de ver lo profundo de los corazones de los hombres. A nosotros nos parece una locura, pero como nos reveló Él mismo, por boca de Isaías: «no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55, 8).

Además, Dios no se cansó. Tiempo después eligió a Pablo. ¡Este sí que era valeroso, inteligente, arrojado, fuerte...! Pero era también un soberbio de primera categoría y, por tanto, poco útil para servir. Solo más tarde se dio cuenta del método de Dios, el que usa para elegir a los suyos. Escribiendo a los de Corinto, afirma sin hipocresía que «Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; Dios escogió Dios a lo vil, a lo despreciable del mundo, a lo que es nada, para destruir lo que es (...), para que, como está escrito: «El que se gloría, que se gloríe en el Señor»» (1 Co 1, 26-31).

Dios y su «metodología». ¡Qué distinta es de la nuestra! Eligió a Pedro y a Pablo, tan distintos, tan pequeños... y hoy tan grandes. ¡Qué gran alegría poder celebrarlos hoy con toda la Iglesia! San Pedro y san Pablo: admírate.

   Centremos ahora nuestra atención en san Pedro. En la primera lectura de la Misa escuchamos que toda la Iglesia estaba orando por su liberación mientras se hallaba en la cárcel.

Elegido por Cristo para ser apóstol, Pedro había recibido un encargo muy especial en Cesarea de Filipo: «te daré las llaves de reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16, 19). Desde entonces, Pedro y sus sucesores tienen poder para gobernar la Iglesia, para afirmar la doctrina y guiar a todos los cristianos con su magisterio. Pedro aquel día llegó a ser Papa, un padre para todos los hijos de la Iglesia.

No mucho después, recibirá de nuevo la confirmación de su misión, cuando escuche aquella confidencia de Cristo: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo, pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (cfr. Lc 22, 32). Desde ese día, Pedro recibió la gracia para alentar en el camino a aquellos que abrazaran la fe en Cristo: con su palabra, con su ejemplo, con su entrega.

El poder universal de Pedro, que es servicio, y su encargo de alentar en la fe a la Iglesia entera continúan en la persona del Romano Pontífice.

Hoy, como hacía ya la primitiva comunidad cristiana, toda la Iglesia se reúne –nos reunimos– a rezar por él, sea quien sea. Amamos al Papa, no puede ser de otra manera. Es buen día para pensar: ¿cuánto está presente en mis oraciones? ¿Ofrezco un sacrificio diario por su persona y sus intenciones? No tiene por qué ser muy grande... pero que sea diario. Sinceramente, ¿rezas por él? ¿Por qué no comenzar –o recomenzar– hoy?

   Ahora, san Pablo: un enamorado de Cristo. Solo de un corazón lleno de amor pueden salir palabras como estas: «cuanto era para mí ganancia, por Cristo lo estimo como pérdida. Aún más, considero que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3, 7-8).

En la segunda lectura de hoy, contemplamos a Pablo, ya anciano, haciendo confidencias a su muy querido Timoteo. Le conocía de antiguo: Timoteo siempre había sido cristiano, pues había recibido la fe de su abuela Loida y de su madre Eunice. Era un discípulo fiel.

Pablo le tenía mucho afecto, y no teme comunicarle los secretos de su alma: «el momento de mi partida es inminente», reconoce con sencillez. Pero encara la muerte con esperanza: «he luchado en el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe». Como un amante, sueña con el momento de encontrar a su Amor: «me está reservada la merecida corona que el Señor, el Justo Juez, me entregará en aquel día. Y no solo a mí, sino también a todos los que desean con amor su venida» (2 Tm 4, 6-8).

Pablo enamorado. Pablo apóstol, misionero. Pablo fiel. Pablo anciano... y Pablo joven. En definitiva, Pablo, sin Cristo, es nada... ¿y tú?

EVANGELIO

San Juan 21, 15-19

Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer con ellos, dice a Simón Pedro: —«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le contestó:
—«Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: —«Apacienta mis corderos».
Por segunda vez le pregunta: —«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le contesta:
—«Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: —«Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: —«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: —«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: —«Apacienta mis ovejas».
Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: —«Sígueme».

Fulgencio Espá, Con Él, Palabra

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