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domingo, 2 de mayo de 2010

EL DÍA DEL SEÑOR. DOMINGO 5º DE PASCUA

           Después de la Resurrección, el Señor se dedica a recordar a sus discípulos buena parte de las enseñanzas que les había transmitido durante los años de vida pública.  En esos encuentros no debió faltar un recuerdo especial para todo lo acaecido en el cenáculo en la tarde del jueves santo. Jesucristo les vuelve a insistir en la importancia de vivir el mandamiento nuevo: el distintivo de sus discípulos. Vamos a recordarlo en este domingo.

          Gracias a San Juan, sabemos que la conversación de Jesús en la última cena, después de haber instituido la Eucaristía, se prolongó largo rato. Son las últimas horas con los discípulos, y el corazón del Maestro se desborda de cariño y de ternura en una larga sobremesa.

          “Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que El ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros (Jn 13, 34-35)” (1)

          Los apóstoles escuchan conmovidos el gran precepto, corroborado por el ejemplo del Maestro, del que tienen larga y detallada experiencia. Es lógico que, ante una Nueva Alianza, se renueve la ley, con la novedad del amor infinito que el Hijo de Dios ha inaugurado sobre la tierra.

          “Señor, ¿por qué llamas nuevo a este mandamiento? Como acabamos de escuchar, el amor al prójimo estaba prescrito en el Antiguo Testamento, y recordaréis también que Jesús, apenas comienza su vida pública, amplía esa exigencia, con divina generosidad: habéis oído que fue dicho: amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os pido más: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian (2).

          Señor, permítenos insistir: ¿por qué continúas llamando nuevo a este precepto? Aquella noche, pocas horas antes de inmolarte en la Cruz, durante esa conversación entrañable con los que -a pesar de sus personales flaquezas y miserias, como las nuestras- te han acompañado hasta Jerusalén, Tú nos revelaste la medida insospechada de la caridad: como yo os he amado. ¡Cómo no habían de entenderte los Apóstoles, si habían sido testigos de tu amor insondable!”(3)
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