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viernes, 16 de abril de 2010

El Sí de Benedicto XVI


QUINTO ANIVERSARIO DEL PONTIFICADO DE BENEDICTO XVI

La historia de la Iglesia se construye afirmando aquello que el mundo rechaza: la Cruz de Cristo. En los últimos cinco años, esta historia ha descansado sobre el Sí de «un sencillo y humilde trabajador en la viña del Señor». Si Juan Pablo II fue el Papa encargado de introducir a la Iglesia en el tercer milenio, Benedicto XVI ha recibido la difícil tarea de afianzarla en un mundo cada vez más escéptico

Hacía calor. La plaza de San Pedro era un bálsamo de ansiedad, bullían las sonrisas, se entrecuzaban las miradas, reinaba la complicidad de quienes sentían que un nuevo Sí iba a cambiar la Historia. El primer Sí, en el silencio de Nazaret; después otros muchos a lo largo y ancho de la Historia. Fue la tarde de la confesión, de la confesión de Joseph Ratzinger, de la confesión de fe en la Iglesia, de la confesión de los cardenales, reunidos en secreto cónclave, y de la confesión de los cristianos. Una confesión inicial de fe, que ahora es confesión de martirio.

Ríos de fieles corrían hacia el ágora de la cristiandad. En un improvisado estudio de radio, participaba en una animada, como siempre, tertulia con Cristina. Acababa de intervenir Paloma Gómez Borrero, en directo, cuando Cristina, con la espontaneidad extrovertida que la caracteriza, dijo un espontáneo: ¡Fumata blanca! Me levanté como un resorte, dejé el micrófono colgado, ese querido micrófono de la COPE enraizada en la misión de la Iglesia, y salí despedido hacia la plaza de San Pedro.

En mi ingenuidad, pensé que unos segundos podían hacer que perdiera el tren de la Historia. Cuando llegué a la plaza, después de una improvisada carrera de obstáculos, busqué a Jorge Trías, con quien formaba un tandem periodístico de enviados especiales: él, para el ABC; yo, para Alfa y Omega. Nos encontramos entre un mar de oraciones y una oleada de impaciencia. Había que esperar a que se abrieran los grandes ventanales de la logia vaticana. Detrás, el secreto cargado de misterio.

Brujuleábamos entre las últimas apuestas de incontrolada ansiedad. Y llegó el momento. Se abrieron los cerrojos de la Historia: el anuncio, no sé ahora por quién, ni cómo, se hizo. Un nombre, Dios siempre ama y pone nombre. Un nombre entregado como caricia de bondad y de belleza en aquella tarde romana: Habemus Papam, Joseph cardinales Ratzinger.

José Francisco Serrano
ANÁLISIS DIGITAL
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