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viernes, 12 de marzo de 2010

EL DÍA DEL SEÑOR


Domingo 4º de Cuaresma. Lc 15, 1-3. 11-32

La parábola que escuchamos este domingo es la más conmovedora de cuantas salieron de los labios de Cristo. Narra San Lucas (1) cómo cierto día en que se acercaban a Jesús muchos publicanos y pecadores, los fariseos comenzaron a murmurar porque Él los acogía a todos. Entonces el Señor les propuso esta parábola: Un hombre tenía dos hijos, y dijo el más joven al padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.

Todos somos hijos de Dios y, siendo hijos, somos también herederos (2). La herencia es un conjunto de bienes incalculables y de felicidad sin límites, que sólo en el Cielo alcanzará su plenitud y la seguridad completa. Hasta entonces tenemos la posibilidad de hacer con esa herencia lo mismo que el hijo menor de la parábola: pasados pocos días, el más joven, reuniéndolo todo, partió a una tierra lejana, y allí disipó toda su herencia viviendo disolutamente: "¡Cuántos hombres en el curso de los siglos, cuántos de los de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos fundamentales de su propia historia personal!" (3). Tenemos la posibilidad de marcharnos lejos de la casa paterna y malbaratar los bienes de modo indigno de nuestra condición de hijos de Dios.

Cuando el hombre peca gravemente, se pierde para Dios, y también para sí mismo, pues el pecado desorienta su camino hacia el Cielo. El mal moral, el pecado, es la mayor tragedia que puede sucederle a la persona humana. Todo se viene abajo. Se aparta radicalmente del principio de vida, que es Dios, por la pérdida de la gracia; pierde los méritos adquiridos a lo largo de toda su vida y se incapacita para adquirir otros nuevos, quedando sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio. Por lo que respecta al pecado venial, Juan Pablo II nos recuerda que, aunque no cause la muerte del alma, el hombre que lo comete se detiene y distancia en su caminar cristiano, por lo que no debe ser considerado como algo secundario ni como un pecado de poca importancia (4).

Aquel joven quería vivir su vida, y se fue. Gastó su tiempo entregado a una vida licenciosa, hasta agotar la herencia paterna. Los que decían ser sus amigos le abandonaron, y él, que siempre había vivido cómodamente bajo el atento cuidado de buenos criados, empezó a sentir necesidad. Si había soñado una vida de aventura, lejos de las tediosas ocupaciones de la casa paterna, dedicado a lo que más le placiera, ahora se encontraba apacentando una piara de cerdos, al servicio de un amo implacable que le negaba hasta el alimento.

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