La homilía que Jesús pronunció en Nazaret desvelando el sentido de las palabras de Isaías, provocó una airada reacción entre los oyentes. Y, sin embargo, esto no era sino un modesto adelanto de ulteriores declaraciones sobre su divinidad: pensemos, por ejemplo, en los llamados pasajes del yo. Nunca un hombre llegó a hablar así de sí mismo.
Una de nuestras más graves tareas, como discípulos de Jesús, estriba en presentar su doctrina sin temor a la impopularidad o a que no sea aceptada. Si debemos recordar a un mundo que se nutre de la ilusión de que la felicidad está en el confort de la vivienda, en la calidad de los coches y en tener cubiertas todas sus necesidades materiales, que la vida no está en la hacienda.
si hemos de proponer a una sociedad opulenta y codiciosa un vivir más sobrio porque es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico se salve; si a quienes se sienten seguros en sus convicciones recelando de las que Jesucristo propone, se parece a un hombre necio que edificó su casa sobre arena; si, en fin, hemos de alertar sobre mentiras, injusticias, convencionalismos…, y esto siempre es no sólo molesto sino impertinente, ¿resultará extraño que algunos se incomoden y nos acusen de ser gente que se atreve a levantar su voz contra los intereses mundanos más cotizados?