
En
la Iglesia hay festividades que tuvieron un origen concreto y que luego
fueron extendidas al conjunto de la cristiandad. Es lo que sucedió con
la fiesta del
Corpus Christi, instituida por primera vez en la diócesis belga de Lieja y extendida por el papa Urbano IV en 1264 a la Iglesia universal.
La Eucaristía era ya el centro de atención del Jueves Santo,
que es cuando rememoramos su institución por Jesucristo en la Última
Cena. Pero se sentía la necesidad de otra festividad que recordara la
presencia real de Cristo bajo las especies de pan y vino. Convenía que
se rindiera adoración al "Jesús escondido", guardado en los sagrarios y
dispuesto para servir de alimento espiritual para los fieles.
Es costumbre, en muchos lugares, que la fiesta incluya una procesión de la Eucaristía en su custodia
por las calles de las poblaciones. Y en este aspecto desearía fijarme
hoy. Es una costumbre muy bonita, antigua entre nosotros. Quizá muchos
recuerden aquella vieja fotografía de Antoni Gaudí, con un cirio en la
mano, durante una procesión de Corpus por Barcelona. Como él son muchos
los cristianos que han participado y que acuden también hoy a este
acompañamiento del Señor sacramentado por nuestras calles y plazas.