El denario que Jesús nos da si somos fieles es un tesoro inmenso: su Amistad y compañia en esta vida y la vida eterna después. Acompaño mis reflexiones.
La gratuidad y la grandeza de la recompensa que Dios reserva a los que trabajan por la extensión del cristianismo, forma parte de los pensamientos de Dios que, se nos dice en la 1ª Lectura, no coinciden con los nuestros. No hay arbitrariedad en la conducta de Dios al igualar a todos con un denario porque “El Señor es bueno con todos”, leemos en el Salmo Responsorial, y porque el denario es un tesoro inmenso: la vida eterna.La recompensa divina, un denario, excede de tal manera el esfuerzo realizado por nosotros, que quien ha sido llamado al alba no puede pensar que tiene más méritos que quien fue convocado a mediodía o en el crepúsculo de su vida. Este último, no debe creer tampoco que es demasiado tarde para rehacer su vida cristiana. Un buen hijo no debe pensar que su padre le debe algo porque cumplió lo que le mandó: “cuando hayáis cumplido todo lo que se os mandó, habéis de decir: somos siervos inútiles, no hemos hecho más que lo que teníamos obligación de hacer” (Lc 17,10).
Escribiendo a los cristianos de Filipo, S. Pablo les decía: “Para mí, la vida es Cristo y una ganancia el morir” (2ª Lect). Trabajar porque Jesucristo sea conocido y amado debe ser para nosotros también un honor, la razón de nuestra vida. No un peso sino un gustoso deber. Si hay quien tiene el orgullo y la satisfacción de trabajar en puestos de alta dirección política o financiera, de gestión empresarial o deportiva, etc. ¿no produciría extrañeza el considerar gravoso el empeño por el Reino de Cristo?
“Id también vosotros a mi viña”. Ninguno de nosotros tiene derecho a pensar que nadie le ha contratado. La Iglesia nos llama en esta hora del mundo. Jóvenes y viejos, ricos y pobres, incluso los niños, como recuerda el Concilio Vaticano II (Cfr A. A.,12), ¡todos! son útiles para las faenas de cuidar la viña: ararla, abonarla, protegerla de las plagas, podarla, recolectar los racimos con los que elaborar el vino que alegra del corazón, anticipo del que el Señor servirá al final, como en Caná, premiando nuestro modesto servicio.
Preguntémonos al hilo de estas enseñanzas de Jesús: ¿Hago míos los objetivos de la Iglesia? ¿Me preocupa la gente, su confusión doctrinal, su vacío, su tristeza? ¿Procuro ayudar material y espiritualmente a quienes veo necesitados o me he ido acostumbrando a sus deficiencias como si fuera lo normal o algo irremediable? El Señor nos llama. No quiere vernos parados y diciendo que nadie nos ha contratado. Hoy, en esta celebración dominical, Jesús se dirige a cada uno de nosotros: Id también vosotros a mi viña.
Por lo demás, no tiene sentido echar la culpa de los males al Señor. Muchos de ellos son resultado de la libertad humana, de las acciones y omisiones propias y ajenas. Junto a eso, es necesario convencernos en nuestra oración de que Dios es el Señor de nuestra vida y de la historia; también de que, aunque en realidad no nos debe nada, puesto que él es Amor, siempre está buscando lo mejor para cada uno, a veces transformando el mal en bien de modos sorprendentes. «En un cierto modo la justicia es más grande que el hombre, más grande que las dimensiones de su vida terrena, más grande que las posibilidades de establecer en esta vida relaciones plenamente justas entre todos» (San Juan Pablo II).
La oración de quienes se saben hijos de Dios está marcada por la confianza en quien nos ama infinitamente y siempre quiere lo mejor para nosotros. Así reza Jesús en el huerto de los olivos: «Que pase de mí este cáliz…, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). Podemos imaginar que la Virgen, al pie del Calvario, dirigiría una oración similar a Dios. A pesar de que esa situación le estaba causando el mayor de los sufrimientos, confiaba en el Señor y sabía que al final todo sería para bien, pues «Dios no se deja ganar en generosidad»(San Josemaría)
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña.
Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: -Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: -¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le respondieron: -Nadie nos ha contratado. El les dijo: -Id también vosotros a mi viña. Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: -Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: -Estos últimos han trabajado sólo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno. El replicó a uno de ellos: -Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos” (Mateo 20,1-16).
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