Somos los depositarios del mensaje de esperanza más grande dirigido a la Humanidad: ¡Cristo ha Resucitado! Un hombre ha vuelto a la vida después de muerto y ha sido visto por sus discípulos. El escepticismo que hoy puede provocar esta noticia que la Iglesia proclama en este Tiempo Pascual, no es mayor que el que despertó en el grupo de los primeros testigos del Resucitado.
El caso de Tomás es, tal vez, el más claro. Él exige ver y tocar. Los Apóstoles sólo se rindieron -como Tomás- ante la evidencia de las repetidas apariciones y las seguridades ofrecidas por el Señor que les decía: “Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que Yo tengo”. Tememos ser engañados y no damos fácilmente nuestro asentimiento cuando la noticia desborda nuestra experiencia cotidiana. Esto es bueno. “La incredulidad de Tomás ha sido más provechosa para nuestra fe que la fe de los discípulos creyentes” (S. Gregorio Magno).
La resurrección de un hombre muerto y enterrado es, sin duda, uno de los hechos más pasmosos que refieren los evangelistas. Es comprensible la actitud de Tomás. Jesús, que quiere confirmar en la fe a los suyos, invita a Tomás, con cariñosa ironía, que realice la exploración que exige. La inicial negativa a creer da paso a una explosiva confesión tanto de la divinidad como de la humanidad de Jesús: “¡Señor mío y Dios mío!” Pero Jesús replicó: Tú has creído, Tomás, porque has visto. Dichosos los que sin ver creyeren. Tu fe no es pura, viene a decirle el Señor; es de poca calidad.
A la lista de las Bienaventuranzas que recoge Mateo, habría que añadir esta otra que nos ha guardado Juan y que va dirigida a todos los que hemos creído en Jesucristo sin verle. “Dichosos los que sin haber visto creyeron”. Aquí estamos nosotros recogiendo esta alabanza que viene de Dios y que elogia algo tan humano: la confianza. ¡Si tú me lo dices, lo creo! ¡Qué humano es esto! Es lo que Jesús espera de nosotros, que le creamos.
¡Hagamos un acto de fe que se traduzca en realizaciones concretas, que nos lleve a practicar todo lo que el Señor a través de su Iglesia nos pide! ¡Dejemos a un lado las reservas mentales, las reticencias, las obstinaciones, la soberbia! Digamos sinceramente, con una exclamación que brote del corazón: ¡Creo en Jesucristo! ¡Creo que resucitó al tercer día! ¡Creo que está sentado a la derecha del Padre y que volverá a juzgar a vivos y muertos! ¡Creo que su Reino no tendrá fin! ¡Creo en el Espíritu Santo, en la Iglesia, y en todo lo que ella enseña! ¡Creo en la vida eterna!
El Señor espera que cuando recitemos o cantemos en la Iglesia el Credo, no nos limitemos a vocalizar algo que practicamos sólo a medias, sino que sea la reafirmación de un compromiso vital. “Habéis de ser no sólo oyentes de la Palabra, sino hombres que la ponen en práctica” (Sant 1, 22). “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17,5) para que merezcamos esta alabanza tuya: ”bienaventurados los que sin ver creyeren”, y así seremos buenos hijos de Sta María, que oyó de labios de su prima Isabel parecida alabanza: ”Dichosa Tú que has creído que se cumplirán aquéllas cosas que has oído de parte del Señor” (Lc 1, 45).
Y pensemos en tantos que nos rodean y que están en una situación semejante a la de Tomás. Actúan como si Cristo estuviera muerto, porque apenas significa nada para ellos, casi no cuenta en su vida. Nuestra fe en Cristo resucitado nos impulsa a ir a esas personas, a decirles de mil formas diferentes que Cristo vive, que nos unimos a Él por la fe y lo tratamos cada día, que orienta y da sentido a nuestra vida.
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