En el glamuroso Londres de los años 50, tras la guerra, el célebre diseñador Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis) y su hermana Cyril (Lesley Manville) son el centro de todas las miradas en el mundo de la moda británico: visten a la realeza, estrellas de cine, herederas, miembros de la alta sociedad, debutantes y damas con el inconfundible estilo de la Casa Woodcock.
Por la vida del diseñador desfilan todo tipo de mujeres, brindándole inspiración y compañía, hasta que se cruza en su camino una joven de convicciones férreas, Alma (Vicky Krieps), que pronto se convierte en un pilar de su día a día como musa y amante. La vida de Woodcock, hasta entonces cuidadosamente controlada y planificada como todos sus patrones de costura, se ve sacudida por el amor.
Una película singular, con algo de fantasmagórica, donde los personajes se vuelven etéreos con las decisiones y los hechos que marcan sus vidas. Estructurada como el relato que hace Alma al calor del fuego de una chimenea, de su entrega y dedicación total al modisto y diseñador Reynolds Woodcock, quien triunfa con sus creaciones en el Londres de los años 50, vistiendo a princesas y otras damas de alta alcurnia.
Grandísimo y meticuloso profesional, Reynolds realiza su trabajo como si viviera en otro mundo, inaccesible al resto de los mortales, donde aletean las ideas que luego se transforman con telas, colores, cortes y patrones en vestidos arrebatadores. Su hermana Cyril se ocupa de que pueda crear en condiciones óptimas, sin que nada le perturbe. Supone un descubrimiento Alma, una camarera, que sería el maniquí perfecto para mostrar lo que hace. Pero ella, como Cyril, también debería acomodarse a las necesidades del artista, lo que pone en peligro lo que realmente desea, su amor, pues Alma está profundamente enamorada de Reynolds.
Paul Thomas Anderson, director y guionista, prueba una vez más su enorme talento para contar historias extrañas con algo de retorcimiento, y su capacidad de cambiar de registro si la historia así lo requiere. Aquí, si se desea ver así, su atención la dedica sobre todo al proceso artístico, donde los creadores parecen situarse en un elevado e inalcanzable plano.
El montaje y los primeros planos, cuando surgen primorosamente los bocetos y los diseños, parecen arte de magia. Y hasta pueden entenderse las reacciones intemperadas, cuando lo que se supones que es una obra perfecta cae en las toscas redes de la vulgaridad.
Verdaderamente Daniel Day-Lewis, en otra de sus composiciones memorables, se transfigura en persona que sólo vive para su obra, la plasmación en tela de sus ideas geniales, movidas por un amor que sólo a veces se materializa en esos mensajitos secretos que oculta en las entretelas de la costura.
El actor parece poseído por una luz cuando trabaja, o se muestra ensimismado, sin que parezca simplemente egocéntrico, de algún modo así serían los genios, ideas que se encuentran acentuadas por la luminosa fotografía obra también del director, y por la partitura musical, casi toda ejecutada al piano, de Jonny Greenwood.
Pero también estamos ante una película sobre las obsesiones, sobre cómo la devoción amorosa puede transformarse en algo enfermizo, y acerca de los esfuerzos que se pueden realizar para lograr un cierto control, también para que no se arrebatado aquello que se desee poseer.
Esto se observa en Lesley Manville, que da vida a Cyril, y atrapa muy bien la idea de quien ha asumido con eficiencia casi matemática el rol que debe jugar en la vida de su hermano. E igualmente en la sorprendente Vicky Krieps, pero de otro modo, pues para Alma lograr un amor de este mundo, algo que se pueda palpar, parece difícil cuando hablamos de las ensoñaciones de Reynolds, de modo que sus resoluciones pasan por la paradójica intención de hacer daño para influir positivamente, prestar ayuda en terrenos donde el otro se encuentra indefenso, sin saber qué hacer.
Decine21
Juan Ramón Domínguez Palacios / lacrestadelaola2028.blogspot.com
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