Jesucristo es Rey. Su reinado salvador es de perdón, de misericordia y nos llena de esperanza. Acompaño mis reflexiones.
Llegamos al final del año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. Estas semanas en las que la Iglesia nos ha propuesto considerar las verdades últimas nos conducen hacia una certeza: Jesucristo es el Señor de la historia universal y, al mismo tiempo, de cada historia personal. «Es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda creación, porque en él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra» (Col 1,15-16). Nada de lo que sucede escapa a su conocimiento. Ninguno de nuestros afanes o deseos se pierden porque él gobierna todo.
«Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma –decía–. Pero, qué responderíamos si él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que él reine en mí, necesito su gracia abundante. Únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey» (San Josemaría).
«Jesús hoy nos pide que dejemos que él se convierta en nuestro rey. Un rey que, con su palabra, con su ejemplo y con su vida inmolada en la Cruz, nos ha salvado de la muerte. Este rey nos indica el camino al hombre perdido, da luz nueva a nuestra existencia marcada por la duda, por el miedo y por la prueba de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él dará un sentido nuevo a nuestra vida, en ocasiones sometida a dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solamente con la condición de que nosotros no sigamos las lógicas del mundo y de sus “reyes”»(Papa Francisco).
Cristo es Rey.
Así lo declara el Antiguo y el Nuevo Testamento; así lo expresa la Liturgia, el Magisterio y la Tradición dos veces secular de la Iglesia. “Yo soy Rey, dijo Jesús a Pilato, yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad.
Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”. Miremos a Jesús que está maniatado delante de un poderoso de la tierra. Fuera del palacio del gobernador los doctores de Israel están presionando al representante de la autoridad de Roma y manipulando al pueblo para que pida su muerte. Jesús declara que es Rey.
Hace falta una confianza en sí mismo no común para afirmar esto en unas condiciones tan lastimosas sin el menor temblor y a sabiendas de que semejante afirmación puede parecer a quien la oye la de un enajenado o, al menos, sorprendente.
Jesús está persuadido de quién es Él, cuál es su misión en la tierra y el futuro que ella tiene. El Señor nos recuerda hoy la necesidad de proclamar la verdad cristiana siempre, incluso en los ambientes más refractarios, aunque ella vaya a ser acogida con indiferencia, con burlas o con el escéptico encogimiento de hombros de Pilato.
En una sociedad en que parece que lo único que cuenta es el éxito inmediato y a cualquier precio, nosotros debemos estar persuadidos y convencer también a los demás que la verdad y el triunfo final es Cristo.
Quien sienta el ansia de verdad ante los numerosos enigmas de esta vida, muchos de ellos dolorosos e irritantes; quien note cómo su sensibilidad se eriza ante la colosal presencia del mal y piense que desterrarlo de este mundo es imposible; quien ante un análisis de la situación moral de nuestro mundo sienta la tentación de la parálisis, de que no vale la pena molestarse por mejorarla, debe mirar a Cristo en esta escena y no olvidar que su reino no tendrá fin, como afirmaremos dentro de un momento en el Credo.
No conocemos el tiempo en que ese Reino de Dios será una realidad, ni el modo en que nuestros esfuerzos contribuirán a liberar a la humanidad de la esclavitud de la corrupción y a la transformación del universo, pero debemos alimentar la esperanza de que nuestros trabajos, “una vez que, en el Espíritu del Señor y según su mandato, los hayamos propagado por la tierra, los volveremos a encontrar limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva a su Padre un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz. En la tierra este reino está ya presente de una manera misteriosa, pero se completará con la llegada del Señor” (L. G., 39).
Lectura del Santo Evangelio según San Juan
Entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: «¿Eres tú el rey de los judíos?».
Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?».
Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?».
Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí».
Pilato le dijo: «Entonces, ¿tú eres rey?». Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://lacrestadelaola2028.blogspot.com
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