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sábado, 6 de junio de 2020

Santísima Trinidad

En estos momentos difíciles de pandemia universal este misterio nos habla del amor inmenso y la cercanía de un Dios que quiere tener como sagrario nuestro corazón y acompañarnos siempre. Os acompaño mis reflexiones.
Si hay algo innombrable y grande, eso es el misterio que celebramos hoy. Cuando la teología busca palabras para ilustrarnos la esencia divina: Dios Uno y Trino, experimenta la angustia de ser muda. Se diría que esta realidad nos ha sido revelada más para adorarla que para comprenderla. “Tibi laus, tibi gloria...”, 

¡A Ti la alabanza, la gloria y el agradecimiento, oh Trinidad Beatísima! (Trisagio angélico). Gloria a Dios en el cielo...; Santo, Santo, Santo, cantan eternamente los ángeles y los bienaventurados sin cansarse ante la majestad de Dios, como sin cansarse se dicen cosas encendidas los que se aman.
Dios Uno y Trino es un misterio absoluto que se aleja infinitamente de las posibilidades del conocimiento humano. Dios es incomprensible, aunque no incognoscible (Conc. de Letrán). Sin embargo, ese Dios que trasciende infinitamente al hombre, es tremendamente cercano al hombre: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Dios inaccesible y cercano al mismo tiempo. Dios que ha hecho del hombre su templo, un sagrario. “Desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad” (Catecismo n 260).
Es ésta una razón poderosa para tratar con un inmenso respeto el misterio de nuestro cuerpo y el de los demás, llevando una vida limpia y recta que glorifique y ame a Dios. Aquí radica también el fundamento de la dignidad de todo ser humano y del respeto con que debe ser tratado. Quien atropella a los demás ofende también a Dios.
La revelación de la Santísima Trinidad nos recuerda “que Dios, en su misterio íntimo no es soledad, sino como una familia que lleva, en Sí mismo, paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el Amor” (Juan Pablo II). A esa Familia divina está llamado el hombre que, al ser bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, se convierte en hijo de Dios. “domestici Dei” (Efes 2,19), de la familia de Dios. “No estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres” (S. Josemaría Escrivá).
Retengamos en esta Solemnidad esto: Nadie nos ama ni nos ha dado tanto como Dios. Nos ha dado la vida, la salud, la inteligencia, también las penas que son una ayuda inestimable para no olvidar que esta vida no es la definitiva y, en consecuencia, hagamos un uso sensato de la libertad. Nos ha dado a su Hijo, y Él, su Espíritu, para que seamos aquí en la tierra familia, Iglesia. Nos ha dado la Eucaristía, Memorial de su Muerte y Resurrección, el Corazón de la Iglesia.
¿Qué podemos hacer ante esta epifanía del Amor de Dios? La gloria y la alabanza y la acción de gracias (S. Responsorial), son las únicas palabras dignas y humildes que podemos dedicar a Dios, y con ellas, el amor afectivo y efectivo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a todas las criaturas que han salido de sus manos. Que así sea.

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