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sábado, 21 de noviembre de 2020

El día del Señor: Cristo Rey

La fiesta de Cristo Rey nos recuerda que la felicidad está en dejar que Cristo reine en nuestros corazones y en nuestra vida. 

Así encontraremos al Señor en cada jornada de la mañana a la noche, convertiremos nuestra vida en servicio constante a los demás y seremos una oportunidad de que Cristo pase por la vida de los que nos rodean. De esa forma al entrar en la otra vida escucharemos esas palabras tan consoladoras: ¡Venid benditos de mi Padre! Acompaño mis reflexiones.

Termina el año litúrgico con esta solemnidad de Cristo Rey. A lo largo de él hemos contemplado la vida de Jesús desde que nace hasta que muere y es elevado al Cielo. Cristo es Rey. Así lo declara el Antiguo y el Nuevo Testamento. Así lo expresa la Liturgia y lo declara Él mismo: “Yo soy Rey, yo nací para esto y para esto vine al mundo” (Jn 18,37). Sin embargo, su reino no es como los de este mundo, apoyados en la fuerza. Desde la Cruz, que es trono real, nos muestra el Amor asombroso que nos tiene y con el que quiere transformar nuestras vidas por completo.

"Su reino es el de la verdad y la vida, la santidad y la gloria, la justicia y la paz, como reza el Prefacio de la Misa de hoy. "En el Evangelio que acabamos de oír se nos presenta a Cristo rodeado de poder y de gloria, y de todos sus ángeles para juzgar a todos los hombres de todos los tiempos. 
Se ha dicho muchas veces que una persona vale por lo que vale su corazón. “Al atardecer −decía S. Juan de la Cruz− te examinarán en el amor”. Efectivamente. Jesús no nos preguntará por el dinero ganado, ni por el prestigio social adquirido, ni por el éxito profesional conquistado, sino por el amor afectivo y efectivo a los demás: “Me disteis de comer...; No me disteis de comer...”.

¡Qué campo para la reflexión en estas palabras del Señor! Pensemos en ese “y no, y no, y no...”, omisiones. Lo que debimos haber hecho o dicho y no lo hicimos o no lo dijimos. Lo que no mereció ni un minuto de nuestra atención. Los servicios prestados a medias o de mala gana. La limosna negada de una sonrisa, una palabra amable, un silencio comprensivo, un consejo oportuno. 

El perdón que no supimos expresar. La conversación sobre materias religiosas que el respeto humano heló en nuestros labios. La ayuda negada a los necesitados de bienes materiales. ¡Todo un inmenso campo donde el corazón cristiano podría haberse volcado! ¡Docenas de ocasiones diarias de tender nuestras manos, servicialmente, a quienes nos rodean, y en quienes está el Señor!

Hay que convencerse de que en dar está nuestra ganancia. El amor hecho de preocupación y de servicio por los demás, rompe el caparazón del egoísmo, del yo, y así como al destapar un perfume valioso el lugar se llena de su fragancia, así también se libera lo mejor de nosotros mismos: el amor de Dios que fue derramado en nuestros corazones el día del Bautismo. 

¡Qué distinto es todo al lado de alguien que no es egoísta, que da generosamente su tiempo, su calor humano, su trato respetuoso, servicial, atento, sus conocimientos! Cuando los cristianos se conducen así, la religión deja de ser para los demás una teoría que se puede discutir, para convertirse en un hecho que permite sentir la cercanía de Jesús, un preludio de ese reinado que hoy celebramos con toda la Iglesia.

La enseñanza de Jesús que escuchamos en este pasaje del Evangelio es muy consoladora ante las situaciones de injusticia personal y social que abundan en la sociedad en que vivimos.

En efecto, somos testigos de una lucha diaria entre el bien y el mal. A veces nos puede parecer que en el mundo se imponen los que tienen más fuerza y más medios para oprimir a los demás, pero Jesús deja claro que el mal no tiene la última palabra. Dios es justo y triunfará la justicia.

En el Credo confesamos que Jesucristo “subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos”. Ahí reside nuestra certeza de que el triunfo definitivo está de parte del bien.

Lectura del santo evangelio según san Mateo (25,31-46):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas, de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.”

Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”

Y el rey les dirá: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.” Y entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.

Entonces también éstos contestarán: “Señor, ¿Cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistirnos?” Y él replicará: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo.” Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.»

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