El Adviento es tiempo de conversión esperanzada para preparar la Navidad. Acompaño mis reflexiones.
El Adviento es una fuerte llamada de la Iglesia al corazón de sus hijos ante la llegada del Señor. “Hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen” (1ª Lect) “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.Todos verán la salvación de Dios. Aleluya” Y San Pedro en la 2ª Lectura: “Queridos hermanos: No perdáis de vista una cosa, para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa..., lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros porque no quiere que nadie se perezca sino que todos se conviertan”.
El espectáculo deprimente del mal parece desmentir este anuncio de salvación. Una gran parte de la humanidad siente la mordedura del hambre, el frío, gime bajo la injusticia y la falta de las más elementales condiciones para una existencia digna. Y lo que es más lacerante: los anhelos de un mundo en paz y mejor parecen fracasar siempre. Hay divisiones y enfrentamientos entre naciones, entre familiares y amigos, entre colegas y vecinos que se nos antojan insolubles. La salvación anunciada por la Iglesia ¿no aparece ante los pobres, los que sufren, las víctimas de la violencia y la injusticia, como mera palabrería? No. “La salvación está ya cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra..., la salvación seguirá sus pasos” (Salmo Responsorial).
Debemos cultivar la esperanza de la salvación prometida y practicar la penitencia, la conversión, una concepción de la vida basada en una cultura del amor, del servicio, de la paz y no del egoísmo y el placer, dando más importancia a la salvación que viene de Dios que a la que nos viene propuesta día a día por las voces del polvo. Metanoiete, convertios, para que en vosotros y a través de vosotros, Dios se haga presente en este mundo.
La mejor conversión, la más práctica y eficaz porque se traduce en hechos, es una buena Confesión. Ella nos lleva a lamentar de corazón el mal ocasionado por nuestra actuación o nuestras omisiones y a formular un propósito, con la ayuda de la gracia sacramental, de enmendar la conducta. Una conversión que nos purifica de nuestros abusos e inmundicias y nos va asemejando a Jesucristo. Formulemos el propósito de hacer una buena Confesión que nos prepare para la Navidad que llega, que imprima también un giro total a nuestra vida haciéndola más humana, más cristiana.
Entonces, cada uno, al recobrar la vida del Espíritu Santo que recibimos en el día del Bautismo (Evangelio), se convierte en mensajero y en constructor de la salvación, de la paz. Una paz que se irá instalando poco a poco en las familias, en las relaciones laborales y sociales y que llegará también a esos ámbitos donde la violencia impone su ley. Una paz que es presagio de la salvación que atraviesa ya la historia humana por la llegada de Cristo y está destinada a alumbrar un día “un cielo nuevo y una nueva tierra ”, como nos asegura la 2ª Lectura de hoy.
“Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Conforme está escrito en Isaías el profeta: Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino. Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas, apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados. Acudía a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Juan llevaba un vestido de pie de camello; y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.” (Marcos 1,1-8).
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