Jesús nos brinda su amistad y nos anima a llevarle a nuestros familiares, amigos y conocidos. Acompaño mis reflexiones.
“Hemos encontrado al Mesías”, dice Andrés a su hermano Simón Pedro. Se trasluce en este primer encuentro de Jesús con los que serán sus discípulos ese algo primaveral y radiante que tiene el perfume de lo que se custodia como algo entrañable y, al propio tiempo, se comunica porque la alegría por un hallazgo así no cabe en un corazón sólo. ¿Cómo guardar para sí semejante descubrimiento? Enseguida se desencadena un apostolado en el que la alegría de un hallazgo actúa por contagio. Dios se vale de los lazos de sangre o de amistad para llamar a sus colaboradores.
La amistad cristiana puede abrir la puerta del corazón de nuestros amigos, a ese Cristo que tal vez no puede entrar porque la cancela de los prejuicios los mantiene recluidos en la cárcel de la ignorancia, la reserva mental, la confusión doctrinal o una incurable pereza. La amistad es el cauce natural y divino para un apostolado hondo, capilar, hecho uno a uno, persona a persona.
¡Cuántos prejuicios contra la Iglesia, sus Sacramentos, su moral y su culto, podríamos alejar de la cabeza y el corazón de nuestros amigos! A cuántos podríamos decirles, en el cálido dédalo de la amistad: ¿quién te ha dicho que estas cosas son inoperantes en nuestro mundo y tan sólo tienen un poder tonificante en las horas yermas, solitarias o crepusculares de la vida? Es más. A ninguno se nos oculta, por evidente, que hay cosas que sólo se admiten cuando se tratan en ese clima entrañable que la amistad crea; y que, igualmente, hay asuntos por corregir o mejorar en los demás que sólo el amigo, con su trato delicado y oportuno, puede señalar.
El Señor nos convoca a todos, de una forma o de otra, a una edad u otra. A veces lo hará a una edad temprana, como en el caso de Samuel que nos refiere la 1ª Lectura de hoy; en otras ocasiones al inicio de la madurez de la vida, como en el caso de Simón Pedro, de Juan y los otros dos discípulos. En cualquier ocasión hay que responder a esa llamada con la alegría estremecida que respira esta página del Evangelio de hoy.
Jesús pasa hoy también a nuestro lado; también en esta celebración. Pasa cuando un sacerdote, un amigo, un buen libro, unos días de recogimiento y oración, nos lo señalan como Juan Bautista se lo mostró a sus discípulos. También pasa al lado de los que en la vida queremos cuando hacemos eco de sus enseñanzas con una conversación oportuna y el ejemplo de una vida cristiana que lucha por ser coherente. ¡Cuántas ocasiones en la vida de familia, en nuestro lugar de trabajo, en la calle, para prestar una ayuda espiritual a nuestros hermanos! Sí, Jesús se hace el encontradizo con nuestros amigos a través de nosotros cuando no rehuimos la conversación sobre temas espirituales, y ese diálogo espontáneo y sincero puede constituir para muchos el comienzo de un vivir distinto.
«Al día siguiente estaba allí de nuevo Juan y dos de sus discípulos y; fijándose en Jesús que pasaba, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Los dos discípulos, al oírle hablar así siguieron a Jesús. Se volvió Jesús y viendo que le seguían, les preguntó: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Les respondió: Venid y veréis. Fueron y vieron dónde vivía, y permanecieron aquel día con él. Era alrededor de la hora décima.
Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y siguieron a Jesús. Encontró primero a su hermano Simón y le dijo: Hemos encontrado al Mesías (que significa el Cristo). Y lo llevó a Jesús. Mirándolo Jesús le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Piedra)» (Juan 1,35-42)meditación de opusdei.ES: AQUÍ
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