El Señor nos llama a todos a seguirle en el desempeño de nuestras tareas ordinarias. Acompaño mis reflexiones.
Hay llamadas de Dios que son como una invitación dulce y silenciosa. Otras más imperiosas, como la que dirigió a Jonás y que acabamos de escuchar en la 1ª Lectura. Y hay también llamadas en las que el Señor pone sencillamente su mano sobre nuestros hombros y dice, como a Pedro y a sus compañeros de oficio: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”.
Hay que saber entonces dejarlo todo con alegría, porque se comprende que entre las voces que suenan a nuestro alrededor, que aturden y encantan con su brillo pasajero, se ha individuado otra cuyo acento es misterioso pero inconfundible, dulce y exigente, sencilla como un suspiro pero profunda como un drama, la voz de Jesús que quiere sacarnos de la mediocridad ambiental para trabajar por la transformación de este mundo.
El Señor se dirige también hoy a cada uno de nosotros porque el Reino de Dios -solía decir Jesús- no viene ostensiblemente (Cfr Lc 17, 20). Jesús, a través de su Iglesia, sus sacerdotes, un compañero que vive a nuestro lado puede, como a estos primeros discípulos, hacernos una llamada a dejarlo todo por Él, a extender su reinado de amor y de paz por la tierra. Hay que saber reconocer su presencia discreta, envuelta en la debilidad de una criatura porque no quiere imponerse.
Seguir a Jesucristo significa trabajar por la cristianización de este mundo, procurando que ese trabajo se realice en nosotros, en primer lugar, mediante esa profunda conversión que nos propone el Señor en el Evangelio de hoy: “Convertíos y creed en la Buena Noticia”.
Aceptar la llamada de Jesús y ser incluidos en el círculo de sus colaboradores más cercanos, es el mayor regalo que una persona puede recibir de Dios en esta vida. Así lo entendieron los primeros que, nos dice el Evangelio de hoy, “inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron”.
“No concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros; esas tareas me resultan extrañas. No, para esto no hay otros; si tú pudieras decir eso, todos podrían decir lo mismo... Además: ¿quién ha dispuesto que para hablar de Cristo, para difundir su doctrina, sea preciso hacer cosas raras, extrañas? Vive tu vida ordinaria; trabaja donde estás, procurando cumplir los deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión o de tu oficio, creciéndote, mejorando cada jornada.
Sé leal, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegra. Ése será tu apostolado. Y, sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural, sencilla -a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte- charlaréis de inquietudes que están en el alma de todos”. (S. Josemaría Escrivá).
“Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: -Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios: Convertíos y creed la Buena Noticia. Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo: -Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con El” (Marcos 1,14-20).
No hay comentarios:
Publicar un comentario